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El ángel evangelizador

Desde el periodo de la Ilustración Francesa, las ideas políticas de los filósofos liberales acerca de la separación de poderes o la idoneidad del estado laico, es decir, aquel que no se encuentra regido por una confesión religiosa determinada, parecen haber sido interiorizadas por buena parte de los estados del mundo. De hecho, sólo algunos países de África, Oriente Medio y el Sudeste asiático reconocen constituirse como naciones confesionales. El resto, predican el laicismo como forma de estado, aunque su puesta en práctica sea cuanto menos paradójica.

A lo largo de este fin de semana, hemos presenciado en nuestro país una manifestación de la ingeniosa doble moral que impera en las altas esferas de poder, una suerte de tótem del pragmatismo que traiciona los propios ideales sobre los que se cimienta un estado como España, supuestamente aconfensional y laico, pero a su vez tan castizo, ruin y servicial como su historia nos recuerda.

Desgraciadamente, a pocos sorprende que los gobernantes socialistas de este país corran con premura a recibir con laureles al líder espiritual de una religión sin temor alguno a que su actitud pueda ser juzgada como hipócrita y cobarde por el resto de sus gobernados. Al fin y al cabo, se trata de una religión mayoritaria por la que bien vale claudicar en los planteamientos de laicidad y progresismo ideológico que rigen su programa político.

El señor Ratzinger tampoco estaba dispuesto a facilitar la ya de por sí compleja situación de la cúpula del Gobierno, y, antes de aterrizar en suelo español, ya sembró la semilla de la discordia realizando unas declaraciones desproporcionadas y francamente  intolerables, en las que vinculaba el actual laicismo reinante en el país con el anticlericalismo militante de la República, hibernado en los años 30 del pasado siglo.

Es muy revelador que el argumento barajado por la Santa Iglesia Católica nos remita a la época más oscura de nuestra historia reciente, un tiempo en que la sangre corrió por nuestra tierra y el crucifijo se impuso sobre los cuerpos de aquellos que pretendían secularizar un bastión católico irrenunciable.

La irresponsabilidad del pontífice es aún mayor cuando vincula ese periodo de efervescencia ideológica (algo que nunca ha casado con el inmovilismo de una institución milenaria) con el estado actual del país, cuya modernidad en algunas aspectos (matrimonios homosexuales, aborto, educación) atemoriza a una cúpula desgastada por sus propios escándalos. Es, sin duda, una baza peligrosa de jugar el hecho de enfrentar a una sociedad en virtud de una cuestión puramente privada, cuyo debate público carece de cualquier tipo de legitimidad. La espiritualidad de cada individuo no debe trascender del círculo en el que se enmarca, ya sea el hogar o la iglesia, y cualquier intento de sembrar la discordia a una escala social mayor merece la más firme condena por parte de la ciudadanía en su conjunto.

Mientras tanto, los gobernantes agachan la cabeza y se arrodillan, desvalijan las arcas públicas, paralizan ciudades y dejan sus funciones porque un líder espiritual acude a su país a adoctrinar a sus ciudadanos en contra de lo que ellos mismos postulan.

Según datos oficiales, casi cuatro millones y medio de euros (tres por parte de la Xunta de Galicia, y dos y medio por Cataluña) se han invertido en la visita del Papa, una oportunidad ideal, dicen, para hacer negocio. Suponemos que se refieren a los especuladores y cazafortunas que se enriquecen a costa de los multitudinarios actos públicos que rodean al pontífice, como ya ocurrió en Valencia y la celebrada trama Gürtel.

En Agosto de 2011 el Papa regresará a España, a Madrid, con el objetivo de cosechar un triunfo más rotundo que el obtenido en esta visita, donde la afluencia de feligreses enfervorecidos ha sido mucho menor de lo esperado.

Volverá como ese juez implacable, una voz de la conciencia que recuerde a los que gobiernan quien detenta realmente el poder y lo inútil del estado laico, a quien, en fin,  se debe rendir pleitesía como los vasallos que siempre fuimos. Es francamente desolador que, a pesar de los años, este país continúe encallado en un debate, el de la fe, que únicamente ha servido para jalonar de muertos las cunetas y cultivar el odio entre hermanos. Volverá, sin duda lo hará, ese inefable ángel evangelizador.

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