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Educación y adoctrinamiento

Al hablar de educación conviene diferenciar entre los conceptos de formación y adoctrinamiento: La formación hace referencia a las acciones combinadas de suminis­trar información de carácter científico y cultural y de incitar al ejercicio de la capacidad racional aplicada al análisis crítico de la información recibida. Por su parte, el adoctri­na­miento hace referencia a la acción de inculcar doctrinas mediante la presión psíquica ejercida por la autoridad (?) de quien las presenta, al margen de que se correspondan o no con auténticas verdades.
 
Mientras la educación como formación intelectual es el modo correcto de apren­di­zaje, el adoctrinamiento determina la negación de dicha formación en cuanto promue­ve una mentalidad sumisa y dispuesta a aceptar lo que le ordene la autoridad paterna, do­cente, política, religiosa o ideológica en general, tratando de suprimir el desarrollo de la racionalidad crítica de niños y jóvenes a fin controlar sus pensamientos, creencias y acciones. El adoctrinamiento religioso va unido a un enfoque dogmático del aprendiza­je, que se pretende imponer por encima de la razón y valorando la fe como justificación de la verdad de las doctrinas que se pretende inculcar. El enfoque dogmático es grave­mente negativo para la formación intelectual del niño en cuanto conduce a la atrofia de su capacidad crítica potencial y a la fácil manipulación consiguiente, que le conducirá a aceptar cualquier doctrina por absurda que sea. A las preguntas que el niño pueda for­mu­lar, en último término se le responderá: «Debes creer; hay misterios que tu inteligen­cia no puede comprender; sólo la fe te dará la paz; sin la fe no hay salvación». Y así, a quien fue un niño naturalmente receptivo se le va convirtiendo en un adulto inmaduro, artificialmente sumiso y mentalmente castrado.
 
Por ello y a fin de evitar la conversión del niño en hombre racional y libre, se so­mete su infancia a un proceso de troquelado doctrinal hasta que sus educadores (?) con­siguen que cualquier reflexión racional autónoma llegue a producirle vértigo: «No debo ser tan orgulloso como para pensar que mi débil inteligencia pueda resolver estos pro­ble­mas; debo creer en mis superiores. Ellos saben dónde está la verdad».
 
En consecuencia y para evitar agresiones tan perversas, la enseñanza dogmática de la Religión debe desaparecer de los centros educativos, protegiendo así a la infancia de esa agresión contra su dignidad y su racionalidad, pues mediante este procedimiento dogmático, del mismo modo que los nazis llegaron a moldear las tristes juventudes hit­lerianas, las religiones manipulan la mente de la infancia, dejando el terreno abonado además para la aparición de instituciones aberrantes y destructivas, como la santa Inqui­sición, los guerrilleros de Cristo Rey, el Opus Dei y una larga serie de sectas que han ido surgiendo del caldo de cultivo de las otras sectas cristianas mejor estructuradas y de muchas otras agrupaciones políticas o religiosas. Los dirigentes de tales agrupaciones llegan a rechazar abiertamente el valor de la razón, repudiando de modo insultante, co­mo en el caso del señor K. Wojty?a, el pensamiento de filósofos y de movimientos filo­sóficos tan valiosos como Descartes y la Ilustración –con pensadores de la categoría de Hume, Rousseau, Voltaire y Kant–, hasta el punto de considerar sus teorías como pre­cursoras de las modernas «ideologías del mal» por haber defendido la razón como la he­rramienta imprescindible para escapar de la ignorancia , confiriendo en su lugar un va­lor especial a planteamientos como el de Tomás de Aquino y su absurda valoración de la fe como un criterio superior al de la razón para alcanzar la verdad.
 
Por otra parte, el interés de la Iglesia deriva de su ambición, consciente o incons­ciente, por incrementar su poder, social y económico, mediante los resultados que a lar­go plazo pueda conseguir de esa manipulación, y no de una preocupación especial por la salvación de sus «almas infantiles» –¡¿de qué tenía que salvarlas?!–.
 
El artículo 20 de la Constitución, reconociendo el derecho a la libertad de expre­sión y a la libertad de cátedra, indica igualmente que «…estas libertades tienen su límite [?] en el derecho [?] a la protección de la juventud y de la infancia» (art. 20, 4), y en es­te sentido, la enseñanza religiosa, en cuanto sea adoctrinamiento y no enseñanza, debe­ría desaparecer de los centros educativos.

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