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¿Educación pública laica con celebraciones religiosas? (III)

Más argumentos contra la apelación de la Dirección General de Escuelas por el fallo contra las fiestas religiosas en las escuelas públicas.

En esta tercera parte, se retomará el análisis crítico del discurso confesionalista desarrollado por la DGE y los sectores católicos integristas en defensa de los actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en la escolaridad pública de nuestra provincia, a contramano del principio ético-jurídico de la laicidad. Cuatro son los argumentos a examinar en esta ocasión: el argumento de la «opcionalidad», el reduccionismo curricular, la errónea equiparación de lo religioso con lo litúrgico y el llamamiento capcioso a «no negar la importancia cultural de la religión».

7. El argumento de la «opcionalidad». Desde la DGE y la Iglesia se ha pretextado también que las conmemoraciones católicas del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen no son de asistencia obligatoria. Los segmentos no católicos de la comunidad educativa podrían, si así lo prefiriesen, abstenerse de participar en dichos actos escolares. ¿Cómo? Permaneciendo en las aulas o retirándose más temprano de los colegios. Esta «concesión salomónica» constituye, por varias razones que vamos a examinar, una verdadera afrenta a la dignidad de las minorías religiosas y seculares.

Ante todo, conviene aclarar que la precitada resolución 2616/12 no dice absolutamente nada sobre dicha «libertad de elección». Al contrario, prescribe la obligatoriedad de ambas celebraciones patronales. El argumento de la «opcionalidad» se trata, evidentemente, de una coartada improvisada con posterioridad al fallo judicial de la Dra. Ibaceta. ¿Un conejo sacado de la galera acaso? Demasiado elogio para un argumento que, como veremos, es paupérrimo.  Tendremos, por lo tanto, que endilgarle la más modesta calificación de manotazo de ahogado. Lo peor de todo es que la IV Cámara de Apelaciones en lo Civil, a pesar de que los abogados de la DGE no aportaron ni una sola prueba objetiva de esta presunta opcionalidad, la dieron por cierta en su veredicto. ¿En qué se basaron? Simplemente en los dichos de las autoridades de la DGE. Éstas declararon que es opcional, y los camaristas, con llamativa candidez, les creyeron a pies juntillas, sin tomarse el trabajo de corroborar la veracidad de dicha declaración consultando la resolución 2616/12.

¿Qué hay de malo con el argumento de la «opcionalidad»? Fundamentalmente, tres cosas.

En primer término, aquellos estudiantes y docentes que hicieran uso del permiso, automáticamente quedarían expuestos a los ojos de toda la comunidad educativa como disidentes, aun cuando no estuviesen obligados a tener que justificar las razones de su objeción de conciencia ante la autoridad escolar. El solo hecho de permanecer dentro de las aulas mientras se llevan a cabo dichos actos de homenaje, o de abandonar el colegio inmediatamente antes de que se inicien, dejaría al descubierto sus convicciones religiosas o filosóficas no católicas. La presión gregaria y el miedo a la discriminación reducirían muchísimo el margen de autonomía decisoria real de las personas disidentes, motivo por el cual hablar de «opcionalidad» en este contexto es una ironía cruel. No puede haber libertad de elección –en el sentido cabal de la expresión– si pende sobre nuestras cabezas esa intimidante espada de Damocles que es el temor a recibir un humillante trato de «parias» por parte de nuestros semejantes. Si la imposición unanimista de conmemoraciones confesionales es de una iniquidad inaceptable, la segregación estigmatizante de las minorías disidentes también lo es. ¿Por qué? Porque muy graves serían las secuelas sociales, psicológicas y pedagógicas que ella previsiblemente traería aparejadas. La escuela pública debe integrar, no discriminar. Si la inclusión intercultural es su meta auténtica, la segregación ideológica nunca puede ser el camino a seguir.

En segundo término, e independientemente de las dificultades ya comentadas en el párrafo anterior, aquellas personas disidentes que cumplen en los colegios estatales funciones docentes, directivas y auxiliares, difícilmente podrían hacer uso de la «opcionalidad» debido a sus responsabilidades en cuanto al cuidado de las/los menores a su cargo. Su participación en los eventos aludidos resultaría así casi inevitable.

Y en tercer término –aunque de importancia también crucial–, la implementación de la «opcionalidad» lesionaría de modo flagrante el derecho a la intimidad de quienes integran las minorías no católicas, un derecho civil que está tutelado tanto por la Constitución Nacional (art. 19) como por la ley federal de protección de datos personales (art. 7, inc. 1). Esta última disposición jurídica, entre los datos sensibles que le prohíbe al Estado dar publicidad, menciona taxativamente a “las convicciones religiosas, filosóficas o morales”. Como bien lo ha explicado la Dra. Ibaceta en su fallo, la DGE nunca debe colocar a las personas no católicas de la comunidad educativa en la situación apremiante de tener que revelar –ni explícita ni implícitamente– su fe o pensamiento disidente, pues hacerlo contravendría el derecho de confidencialidad.

8. El reduccionismo curricular. En su afán de darle un barniz de legitimidad al statu quo educacional en materia de efemérides, los sectores integristas católicos y la DGE buscan por todos los medios diluir o vaciar de contenido el principio de aconfesionalidad de la enseñanza estatal, pues saben bien que, de lograrlo, le estarían restando alcance práctico. En este sentido, un subterfugio semántico muy explotado es el que he denominado reduccionismo curricular. ¿En qué consiste este subterfugio? En la reducción del complejo fenómeno educativo a su dimensión curricular. Esta reducción, por supuesto, no es explícita, pero está implícita en la creencia según la cual la laicidad escolar únicamente sería transgredida cuando se imparte formalmente enseñanza religiosa en los colegios de órbita estatal, como sucede –por ej.– en la provincia de Salta. Por el contrario, si el favoritismo gubernamental hacia el credo católico es de índole extracurricular, no se lo percibe como violación del derecho a una educación pública laica, sino como un inocente «respeto a las tradiciones cuyanas».

Pero para que la premisa tácita educación laica ≈ currículum laico sea válida –y con ella, la realización de celebraciones religiosas en los establecimientos estatales–, forzosamente tiene que serlo también la premisa anterior, y más general, educación ≈ currículum. He aquí el gran talón de Aquiles de toda esta argumentación. Existe en la pedagogía un consenso muy amplio en torno a la certeza de que la educación es un universo de enorme diversidad, imposible de reducir a una sola faceta. Junto a la dimensión estrictamente curricular, hay otras no menos importantes como la relación docente-estudiantes, las normas de convivencia, los hábitos consuetudinarios, el espacio escolar y áulico, la simbología y el ceremonial institucionales, la participación de las familias y, desde luego, las efemérides, puesto que también en ellas hay enseñanzas y aprendizajes de gran significatividad. Todos estos aspectos hacen a la educación, aunque no siempre se los tenga presentes. Tanto es así que un número considerable de pedagogos (Henry Giroux, Benson Snyder, Philip Jackson, Michael Haralambos, Neil Postman, etc.) ha sugerido que existe un currículum oculto, esto es, la transferencia y asimilación de una serie de ideas, valores y actitudes en simultáneo a la enseñanza y aprendizaje del currículum oficial, generalmente de manera inconsciente.

Una concepción holística de la educación a tono con el paradigma pedagógico actual, exige, cuando se la aplica a la cuestión de la laicidad, una política educativa de estricta neutralidad religiosa en todos los órdenes de la escolaridad estatal, y no solamente en el campo curricular. Si laica es en nuestra provincia la educación pública, laico debe ser también, necesariamente, el calendario que jalona su ciclo lectivo anual con diferentes actos conmemorativos. Como se advierte, no se trata de ningún capricho absurdo y desmesurado, sino, simplemente, de coherencia. ¿La tendrá finalmente la DGE? El interrogante es legítimo, porque hasta ahora no la ha tenido…

9. La errónea equiparación de lo religioso con lo litúrgico. Otro subterfugio semántico que utiliza el integrismo católico para vaciar de contenido el concepto de laicidad escolar es el de reducir lo religioso a su aspecto litúrgico. No se trata, claro está, de algo explícito, sino tácito, al igual que sucede con el reduccionismo curricular. Lo que se alega en este caso es que las conmemoraciones del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen, aunque de obvia inspiración católica, no serían estrictamente hablando «religiosas», sino «cívicas» (sic), por cuanto no son misas. Como habremos de comprobar enseguida, el razonamiento es inválido, un típico ejemplo de non sequitur, sofisma consistente en sostener una conclusión que no se deduce de sus premisas. Que los mencionados actos celebratorios no cumplan con la totalidad –o la mayoría– de los requisitos del rito católico, no es razón suficiente para denegarles la calificación de religiosos. ¿Por qué? Porque la religión es un fenómeno de gran complejidad, que abarca múltiples dimensiones, siendo la liturgia apenas una de esas dimensiones. Otra no menos importante es, por ej., el dogma.

En su 22ª edición –la última a la fecha–, el Diccionario de la lengua española da como primera acepción de la palabra «religión», la siguiente: “Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto”. Por tratarse del significado estándar que ofrece el léxico oficial de la RAE, podemos considerarla de uso corriente. Vale decir que la palabra «religión», en su significado de aceptación general, abarca un abanico de aspectos diversos que tienen como común denominador la fe en un ser supremo trascendente y providente. Ese abanico incluye, desde luego, la praxis litúrgica, pero también distintas formas de «saber sagrado» (mitos, oráculos, profecías, revelaciones, doctrinas teológicas, etc.) y de moralidad (tabúes, mandamientos, arquetipos, principios éticos, ascesis, casuística y otros).

Por su parte, la clásica y nada heterodoxa Enciclopedia católica (1911), en su extenso artículo dedicado a la religión –incluido en el vol. XII–, la define como “sujeción voluntaria de uno mismo a Dios”. Nada hay en esta definición que habilite a pensar que –para la Iglesia católica– lo religioso puede reducirse a lo litúrgico. Pero el elemento decisivo aparece algo más adelante, cuando el articulista, Charles F. Aiken, establece una clara distinción conceptual entre religión subjetiva y religión objetiva, y dentro de esta última, entre religión especulativa y religión práctica. La primera –explica el prominente teólogo estadounidense– constituye el costado más personal e íntimo de la religiosidad, su faceta emotiva y volitiva, estando identificada principalmente con las llamadas virtudes teologales: la fe, la esperanza, el amor. La segunda, en cambio, viene a ser la faceta más impersonal o social, mostrando ésta, a su vez, dos aspectos claramente diferenciados: el intelectual o dogmático (speculative religion), y el ritual o litúrgico (practical religion).

A la luz de todo esto, ¿cómo se explica que los sectores integristas católicos de Mendoza insistan ad nauseam en que las conmemoraciones escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen no son «religiosas» en tanto no son misas? ¿Acaso piensan que el catolicismo romano se agota en sus ceremonias sacras? Por supuesto que no. Si lo hicieran, tendrían que asumir, por ej., que la catequesis de las parroquias y la asistencia filantrópica de Caritas no son religiosas por cuanto exceden el molde de lo litúrgico, lo cual les resultaría completamente inadmisible. ¿Y entonces? Es que en su afán desesperado por justificar lo injustificable, se lanzan a improvisar coartadas de mala factura sin detenerse a pensar en cuáles son sus implicaciones lógicas e ideológicas, sin evaluar si entran o no en contradicción con sus ideas previas. Presas de la obstinación, repentizan argumentos sin medir sus daños colaterales.

En suma, los actos escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen poco y nada es lo que tienen de cívico y mucho es lo que tienen de religioso. Que no se trate de misas stricto sensu, en nada afecta; porque la religión tiene muchas caras, y la liturgia es sólo una de ellas. El catolicismo está tan hecho de rituales como de creencias. Y si es cierto que las antedichas conmemoraciones no se ajustan a los exigentes estándares del culto católico, no es menos cierto que sus imaginarios están saturados de dogma católico. Y el dogma también es religión, aunque algunos parezcan olvidarlo en su cruzada anti-laicista. Curioso olvido éste, pues los integristas católicos han escrito regueros de tinta sobre la presunta «superioridad espiritual» del cristianismo sobre el judaísmo y otras religiones en virtud de su no excesivo ritualismo…

10. El llamamiento capcioso a «no negar la importancia cultural de la religión». Nos queda solamente por analizar la interpretación pro domo totalmente deformada, exagerada, que tiene el integrismo católico del ideario pedagógico laicista. Se trata de una muestra clara de falacia del espantapájaros. Esta estrategia retórica, muy habitual en el discurso demagógico, consiste en tergiversar y demonizar las ideas del adversario a los efectos de socavar su legitimidad intelectual y moral de cara a la opinión pública. En el caso particular del laicismo escolar, la tergiversación y demonización pasa por presentarlo como una postura extremista, fanática, sectaria, intolerante y/o autoritaria –¡totalitaria incluso!– que pretende borrar del mapa de la educación pública a la religión, incluso como simple temática de estudio.

Se alega, en este sentido, que dicha concepción no reconoce la fuerte incidencia que el factor religioso ha tenido a lo largo de la historia, y que hoy todavía tiene en numerosos países del orbe. Esta acusación es completamente falsa. Es un hecho objetivo que las religiones, para bien o para mal, han gravitado mucho en el pasado de las sociedades, y que en el presente siguen ejerciendo un influjo poderoso sobre muchas culturas de los cinco continentes. Negarlo sería un acto supremo de necedad u obcecación. ¿A quién se le podría ocurrir negar, por ej., la importancia omnímoda (ideológica, política, social, económica, artística, etc.) que el cristianismo ha tenido en la génesis y trayectoria del mundo occidental, o el rol determinante que el islam ha jugado en la conformación y expansión de la civilización árabe, o el inconmensurable impacto transformador que el budismo ha tenido en la cultura material y simbólica de los países del Lejano Oriente? Independientemente de la valoración personal que tengamos del hecho religioso –muy positiva, positiva, negativa, muy negativa, ambivalente, etc.–, lo cierto es que su influencia objetiva es demasiado grande como para poder ignorarla o subestimarla desde una perspectiva científica seria.

El laicismo, en tanto reivindica una  educación pública de carácter científico y humanístico, acepta plenamente, y juzga muy necesario a la vez que saludable, que las religiones sean incluidas dentro del currículum escolar para su debido estudio (en materias pertinentes a tal fin como Ciencias Sociales, Historia y otras). Ahora bien: esa inclusión en ningún caso debe responder a principios y fines religiosos, a criterios y motivaciones fideístas. Nunca debe ir de la mano con presupuestos y objetivos proselitistas de índole confesional. El conocimiento de lo religioso –esto es, su descripción, explicación y comprensión– debe ser epistémico, estrictamente racional-crítico. La mediación pedagógica que se realice con dichos contenidos debe tener como punto de partida a las ciencias, al saber académico riguroso, a la producción intelectual crítica, no a los dogmas «revelados», ni a las tradiciones «sagradas», ni a los mitos hagiográficos. Las escuelas públicas no son satélites de la Iglesia. Si se desea conocer el catolicismo por la vía religiosa, la provincia de Mendoza cuenta en todos sus municipios con un sinfín de colegios privados de dicha confesión, y también con una generosa oferta de cursos parroquiales de catequesis.

Pero tampoco, bajo ningún pretexto, los colegios estatales debieran inculcar la fe católica a través de instancias conmemorativas de participación reverencial obligatoria (actos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo); instancias con un gran poder de sugestión –sobre las mentes infantiles especialmente– debido a su escenificación solemne, pomposa, ritualizada y sentimentalista, así como también a sus obvias connotaciones patrióticas y provincialistas, que le imprimen no menos efectismo. En dichas ocasiones se acostumbra leer discursos alusivos con altas dosis de credulidad y apología hagiográficas que resultan a todas luces incompatibles con los postulados modernos de una escolaridad pública genuinamente laica y de impronta científica. Es común, por ej., que en dichos discursos se hable del legendario apostolado de Santiago el Mayor en la Hispania del siglo I como si se tratara de un hecho histórico comprobado, cuando existe en la historiografía –por razones que aquí no podemos detenernos a examinar– un amplio consenso académico respecto a su inverosimilitud, y al origen muy tardío y apócrifo de dicha creencia. Y no sólo eso: para la celebración patronal del 8 de septiembre, algunos colegios estatales llegan al extremo de exhibir con boato imágenes sagradas de la Virgen del Carmen de Cuyo traídas especialmente para la ocasión desde alguna iglesia parroquial cercana (sic).

Laico debe ser, pues, el currículum oficial en sus distintos niveles de especificación (nacional, provincial, institucional y áulico), pero laico debe ser también –no lo olvidemos– el currículum oculto que atraviesa la cultura escolar. Por otra parte, hay que tener presente que los contenidos conceptuales no lo son todo. Hay, asimismo, contenidos procedimentales y actitudinales, y su importancia pedagógica –como bien lo predican las autoridades del sistema educativo– no debe ser infravalorada. Entonces cabe hacerse esta pregunta: ¿acaso homenajear al Patrono Santiago y la Virgen del Carmen con conceptos hagiográficos, procedimientos cuasi-litúrgicos y actitudes reverenciales es algo que se condice con el principio de laicidad escolar? Evidentemente no.

Finaliza aquí la tercera parte de este artículo. En la cuarta, se llevará a cabo un examen crítico de los restantes argumentos del confesionalismo católico mendocino: la impostura del pluralismo conmemorativo, la demagogia en torno al feriado del 25 de julio, la tesis de la colisión de derechos y la acusación de incoherencia contra el laicismo.

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