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Educación para la ciudadanía

DURANTE la presente legislatura el Partido Popular se ha alineado con la Conferencia Episcopal y con organizaciones seglares de militancia católica, brindándoles su apoyo político en las movilizaciones contra la reforma educativa, el matrimonio entre homosexuales y en defensa de la familia tradicional.
 
 Ahora, también se alinea con ellos al asumir el rechazo manifestado por la cúpula de la Iglesia y por las organizaciones de educadores religiosos y de padres de familia de su confesión a la asignatura de Educación para la Ciudadanía que el Gobierno socialista proyecta introducir en los planes de estudios escolares. Ese rechazo se argumenta sosteniendo que esa materia sería de adoctrinamiento «laicista» y porque en ella se equipara a la familia tradicional católica con las que no lo son. ¿Acierta o se equivoca el PP al hacer suyas tales posiciones ante la aún nonata asignatura, que ha sido amenazada con la objeción de conciencia y comparada con aquella Formación del Espíritu Nacional que se cursaba durante la dictadura?
En principio, resulta poco razonable valorar como equivalentes ambas asignaturas, por cuanto su naturaleza ideológica resulta incomparable por incompatible. Una cosa es defender los Principios Fundamentales del Movimiento sobre los que se cimentó un régimen autoritario, una dictadura militar y personal que se prolongó durante casi cuarenta años y cuyo hecho fundacional se vincula a una cruenta guerra civil, principios más o menos falangistas que lindaban con el fascismo italiano y con el corporativismo salazarista. Y otra bien distinta, facilitar que nuestros niños y adolescentes asuman la cultura cívica que se desprende de la Constitución de 1978 y que es ejemplarmente democrática, fruto de una reforma política consensuada que en su día admiró el mundo entero.
Alegan la Iglesia y sus docentes que la asignatura es doctrinaria por «laicista», cuando el Estado español se declara aconfesional y no laico, como el francés. Esta aconfesionalidad se ha venido entendiendo, hasta ahora, como un reconocimiento constitucional de la importancia que la religión y sus instituciones alcanzan en la vida privada de los ciudadanos, por lo que hay que protegerlas y atenderlas: ahí está el Concordato con la Santa Sede; lo cual no quiere decir que el Estado sintonice, así sea oblicuamente, con ideología religiosa alguna. En realidad, la praxis del Estado es laica y se desenvuelve a partir de su definitiva separación de la Iglesia, después de haber sido el catolicismo romano la religión oficial mucho más de un milenio, hasta 1978, salvo el breve y trágico paréntesis republicano. Vale decir, el Estado español ampara a las confesiones religiosas y a sus practicantes, en especial a la Iglesia católica por su presencia e influencia históricas y actuales, pero la Constitución del Reino no comparte sus principios: ni los defiende, ni los transmite ni los enseña.
Podría argüirse que esa asignatura resulta superflua, hoy, cuando la ideología democrática aparece consolidada en la sociedad española y en el horizonte ya no se anuncian otras amenazas involucionistas o totalitarias que los nacionalismos vasco y catalán, pues la historia del siglo XX ha barrido de nuestro presente tanto a los partidos nazi-fascistas como a los marxistas revolucionarios. Aun así, ¿en verdad podría parecerle superfluo al PP que nuestros estudiantes conozcan los ideales en que se sustenta nuestra organización social y política? Los derechos humanos; las libertades individuales, políticas y sindicales; el respeto a las minorías sociales y religiosas; la libertad de conciencia y de culto; las libertades de asociación y de expresión; la tolerancia y la solidaridad; el derecho a vivir de acuerdo con la orientación sexual y la efectiva igualdad entre el hombre y la mujer, todos ellos son los pilares sobre los que decidimos construir el noble edificio de nuestra convivencia.
Pero estos valores no son innatos ni se aprenden por ciencia infusa, y además pueden flaquear: la grandeza de la democracia radica en su manifiesta debilidad. Parafraseando a Galdós, los españoles aprendimos a ser libres a garrotazos; por ello, por lo costosa que ha sido la conquista democrática, no parece un desatino que se enseñe en valores mediante una asignatura que naturalmente ha de ser laica, no por nada, sino porque debe servir a todos, creyentes y no creyentes dispuestos a convivir en paz. En fin, parece inapropiado que los críticos de esta asignatura hablen de nacional-laicismo cuando en realidad se trata de la cultura democrática que procura las libertades, nada comparable al nacional-catolicismo del régimen anterior que catequizaba a los españoles quisieran o no.
Y a lo mejor no está de más impartirla cuando se han ido incorporando a nuestras aulas contingentes muy numerosos de hijos de emigrantes, en su mayoría procedentes de países con limitada o muy reciente cultura democrática, como muchos iberoamericanos y asiáticos, como los países del Este europeo; o sencillamente antidemocrática, como los musulmanes donde el Estado y la religión se confunden, no se respetan los derechos humanos, se encarcela y aun se ejecuta a apóstatas, homosexuales y adúlteras, en algunos se mutila a las niñas y en todos, absolutamente en todos, la mujer vive secularmente uncida al yugo de los varones.
Para integrar en nuestra sociedad abierta a esos estudiantes extranjeros, muchos de los cuales seguramente se quedarán aquí y serán padres de futuros ciudadanos españoles, ellos tendrán que asumir valores como el respeto por las minorías y la diversidad sexual, la libertad de conciencia y de culto o la plena igualdad de hombres y mujeres. Y nosotros tendremos que inculcárselos en la escuela porque en sus casas difícilmente recibirán ninguna educación para la ciudadanía.
Por último, dudan los críticos de su constitucionalidad porque enseña que todas las familias y los matrimonios son iguales y, a su parecer, ello sólo corresponde a los padres decidirlo por encima de la ley. Sin embargo, la Iglesia y el PP no pueden ignorar que en los centros católicos concertados se matriculan, si no hijos de hogares homosexuales (sus padres no querrán), sí alumnos que crecen en núcleos familiares distintos al tradicional, igual que en los colegios públicos y en los institutos. Serán menos, pero en sus aulas estudian niños que viven con su padre o con su madre; niños que viven con sus hermanastros en familias de divorciados y niños adoptados por un hombre o por una mujer solos. Esto es la realidad, sin más, guste o no. ¿Acaso en esos colegios concertados se hará sentir a esos alumnos que ellos no tienen unos papás o unas mamás tan guays como los que más?
En fin, puede que el PP yerre en esto y tenga que replantearse muy seriamente algunos de aquellos alineamientos si aspira a granjearse nuevamente el voto de los electores para volver a ocupar el Palacio de la Moncloa, que está en el centro, muy al centro, no se olvide.
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