El maligno no sólo quiere romper España y hundir la economía sino también terminar con la familia. En este caso a través de la inclusión en los planes de estudio de secundaria de la asignatura Educación para la Ciudadanía. Ante el alarmante anuncio he acudido presto a consultar algún libro de la asignatura que se empezará a impartir el próximo curso para comprobar las ideas que quieren introducirse en la mente virgen de nuestros adolescentes. Lo siento por los obispos, pero me he llevado una satisfacción. No me he topado con el Libro Rojo de Mao, sino con un compendio de elementos necesarios para la formación de los jóvenes en una sociedad democrática y pluralista, especialmente oportuno en un país con un alarmante déficit de cultura democrática, en el que los padres de estos estudiantes se formaron todavía al final de una dictadura. Además, el autor del libro cuyo contenido he revisado es el filósofo José Antonio Marina, que no es precisamente un peligroso revolucionario empeñado en destruir a la juventud española.
Por tanto, satisfacción con la asignatura y cabreo con los que defienden la objeción de conciencia desde su concepción religiosa. ¿No sería mejor analizar los distintos textos y recomendar los que se adapten mejor a sus planteamientos morales, en lugar de rechazar que se enseñe a nuestros jóvenes los principios rectores de una sociedad democrática y pluralista? Toda religión tiene un ramalazo integrista que también emerge, a menudo, en occidente. Mas, España no es Irán. Por tanto, el poder político laico debe imponerse al religioso. Y no lo digo desde la aversión al hecho religioso. En esa materia pertenezco a la tercera España. Creo firmemente en la separación entre la Iglesia y el Estado, a la manera francesa, pero, a su vez, valoro la importancia del Evangelio para la formación de la persona. Por ello, el extremismo de la jerarquía eclesiástica, más político que pastoral, me produce hartazgo y desazón.