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Dos católicos y ningún Estado

El PSOE se enfrenta a la jerarquía católica en calidad de feligrés influyente, no como representante de una sociedad laica. ¿Dónde está el Estado cuando dos bandos católicos -Zapatero y los obispos- se disputan el poder interno?

Cuando Manuel Fraga volvió a la desgraciada Galicia como presidente de la Xunta, su aparato de propaganda trató de convencer a la opinión pública, especialmente a la del atrasadísimo rural, de que el ex ministro era el inventor del asfalto o la electrificación de un pueblo. Cuando los otros pueblos de España y Europa discutían sobre alta velocidad ferroviaria, telefonía inalámbrica o desarrollo sostenible, en esta esquina atlántica en la que el continente pierde su nombre se echaban cohetes cada vez que el presidente inauguraba una pista forestal para llegar a una aldea o un tendido eléctrico de segunda categoría. Muchos, convencidos de que el mundo caminaba a la misma velocidad que Fraga, le votaron una y otra vez antes de mirar un poquito más allá, donde el mundo moderno estaba de vuelta de toda esa publicidad fraudulenta: las pistas forestales y el tendido eléctrico llegaron porque estábamos a finales del siglo XX y no cabía otra opción, no por la gestión de Manuel Fraga.

Al PSOE de hoy le sucede lo mismo: se empeña en vender como grandes logros y batallas algunas cuestiones que tenía que resolver de un plumazo, por la lógica del propio peso de su supuesta ideología (1). Un partido que se presume de izquierdas y partidario de la igualdad no tiene que pedir aplausos, por ejemplo, por apoyar la igualdad de homosexuales y heterosexuales en todos los ámbitos; la decreta, pide disculpas por no haberlo hecho antes, durante el felipismo, y punto. E igualmente sucede en su aparente conflicto con la jerarquía de la iglesia católica: la habría de poner en su sitio y punto, y pasaría a continuación a desarrollar un programa político para aliviar los problemas reales y nada espirituales de la gente, algo que no tiene intención de hacer. Es como el paripé que hicieron algunos burgueses al amparo de la Revolución Francesa, que seguían siendo esclavistas en Haití y machistas en su casa. A Olimpia de Gouges se le fue la cabeza en estas reflexiones.

La aparente guerra entre la dirección de los obispos españoles y el Gobierno de Rodríguez Zapatero es eso, una guerra aparente. Si el Ejecutivo del PSOE se decidiera a plantar cara a los jerarcas de la iglesia española, cortaría el grifo de los millones del dinero público que reciben (y los que dejan de pagar a Hacienda por sus ventajas fiscales) y se acabaría el cuento, pues eso es lo que tendría que hacer aunque no hubiese ningún tipo de conflicto con la iglesia, que tiene derecho a decir lo que le dé la gana. De igual modo, si los obispos pretendiesen en realidad el país más justo que predican, se tomarían en serio el mensaje de ese Jesucristo en el que dicen creer y darían ejemplo de austeridad, de preocupación por los pobres, por los que mueren en el trabajo o los que cobran una miseria. Se enfrentarían a los empresarios que abusan en lugar de bendecirlos en sus bodorrios y obscenos festines, o echarían del club a los curas que abusan, etc.

Hasta estas líneas sólo tenemos una reflexión inmediata, bastante primaria y limitada, sobre el falso conflicto, la falsa tensión entre el Gobierno y la jerarquía eclesiástica católica. Lo más interesante es observar que, en realidad, no se está produciendo un debate auténtico entre Iglesia y Estado, sino un debate dentro de los propios márgenes de la Iglesia católica y con sus propias reglas, es decir, un debate interno entre los católicos buenos –teóricamente representados por los progres de Zapatero- y los católicos malos, en teoría los obispos. Los que no profesamos ninguna religión –y los que profesan otras religiones ajenas a la católica- tenemos que soportar esta escandalosa pantomima entre el católico bueno y el católico malo, jugando con el dinero público, con el poder del Estado y con el derecho de una sociedad laica, racional y moderna a vivir protegida de las presiones de cualquier religión, de cualquiera. Es más, hay católicos de buena fe que tienen que buscarse la paz espiritual por su cuenta, al margen de estos dos grupos de manipuladores del mensaje teórico de generosidad y sentido social que preconiza su religión (religión a la que hay que reconocerle –por qué no- algunos principios de verdadera vigencia moral, aunque ese soporte ético se sustente sobre algo tan irracional como la fe en un imaginario procedente del interior de la mente humana, no de una cosmogonía externa, de carácter universal).

Hace unos años, casi me linchan por seguir comiendo en un restaurante de pueblo en el que entró una comitiva de curas en plena interpretación religiosa arrojando agua bendita con un cacharro sobre todos los comensales y nuestros platos. Me negué a ponerme en pie y santiguarme, como había hecho todo el mundo y, en lugar de disculparse ellos, casi tengo que salir por piernas por el berrinche de los vecinos atizados por sus líderes religiosos. Con cierta perspectiva y distancia cultural, podría semejar una cuadrilla de indignados thugs. Sería bueno preguntarse qué sucedería en España si hubiera que hacer hoy, siglos después del primer intento, un hueco para diez millones de musulmanes y otros tantos judíos con los ritos de ambos en plena calle, todos igual de respetables. Mi posición de partida puede ser muy minoritaria, casi simbólica, pero no cabe ninguna duda de que la verdadera tolerancia la ejercemos los que no creemos más que en los hombres, en sus leyes y en la Razón (2). Zapatero se siente tan próximo y tan obligado con esta Iglesia católica –cuarenta años de franquismo nos han afectado tanto a todos…- que se enfrenta a ‘sus’ dirigentes, los obispos, como si tuviera derecho a interferir en ellos pero en calidad de fiel, de feligrés influyente y algo rebeldón, pero no como máximo representante de un Estado aconfesional. Es que la figura del Estado, el Estado entendido como garante de una Administración laica, ha desaparecido. El Gobierno debería respetar, sin hacer públicos sus conflictos religiosos íntimos, la autonomía ideológica de cada religión pero sometiéndola al ámbito de lo privado, también en lo que se refiere a su financiación. Por eso es ridículo e infantil que el Ejecutivo español plantee una queja ante el Papa, concediéndole una autoridad moral intolerable en el Estado al que yo tengo derecho.

Los españoles no tenemos por qué conocer en profundidad ninguna religión para distinguir entre buenos y malos católicos, como tampoco los católicos profundizan en Mahoma (3). No pretendan convencernos de que nos hacen un favor actuando de barrera ante las hordas ultracatólicas. No necesitamos la intercesión y la condescendencia del PSOE. En definitiva, el ciudadano tiene derecho a relacionarse con un Estado aconfesional sin tener enfrente un dilema entre ultraortodoxos y condescencientes.

Al final, por su esencia, es más hipócrita el falso victimismo de Zapatero -que pretende que los verdaderos laicos e incluso los ateos apoyemos su causa de buen católico- que la lógica prístina de los obispos fanáticos, empeñados y obligados a extender su imperialismo apostólico hasta donde le permita la sociedad civil.


Nota 1.-
El PSOE y el PP actúan con la misma hipocresía ante el canon digital. Si el Partido Popular estuviera realmente interesado en proteger los intereses de los usuarios y consumidores españoles, empezaría por plantar cara a las multinacionales y a los bancos que hacen lo que quieren con el ciudadano medio, que al intentar reclamar siente la misma impotencia que siglos atrás se sufría ante la impunidad de un señor feudal. Y si el PSOE tuviera realmente en cuenta las necesidades económicas de los trabajadores artísticos y no artísticos, empezaría por preocuparse por los trabajadores de la economía primaria, es decir, los millones de españoles y españolas que trabajan en la industria y que se mueren en accidentes de trabajo como en ninguna parte de Europa; o los millones de empleados de servicios que cobran mil euros o menos al mes, que es lo que cobra en unas horas uno de esos artistas que hacen gracejos publicitarios a favor de Zapatero. Entre unos y otros, populares y socialistas, pretenden enredarnos en el enésimo falso conflicto entre derechas e izquierdas para polarizar el voto irreflexivo con excusas estéticas. Es cierto que el canon, como dicen los artistas, es un problema menor en comparación con otros grandes casos de derroche económico, pero también es cierto que pretender cobrar un canon por un CD presumiendo que se va a emplear en piratear es tan injusto, arbitrario y jurídicamente disparatado como gravar con un impuesto pacifista a las minas de hierro porque es posible que se acaben fabricando cañones.

Nota 2.-
Las Iglesias y las grandes religiones, así lo explica la Historia, son lo que cada sociedad civil les consiente en su momento histórico, pues ellas, por sí mismas, tienen por objetivo la Iglesia-Estado. Es su constante, llegar adónde se les permita, como lo intentaron las diversas confesiones cristianas durante las monarquías medievales y los jesuitas en Brasil, con mejores o peores intenciones. Hace unos pocos siglos, los ‘estados cristianos’ eran más crueles con su pueblo, lo castigaban con más sangre y más duramente, que sus contemporáneos ‘estados musulmanes’. Cuando se redactó a espaldas del mundo el texto de la Constitución Europea, Aznar y un grupo de afines se empeñaron en que el texto recogiese la presunta herencia cristiana de Europa como un beneficio en sí mismo, como una virtud. Pero hay que insistir en que la productiva herencia de la cultura europea, si la hubiera, no es su raíz cristina sino la emergencia de un laicismo, de un Renacimiento, de un asomar científico y humanista que se enfrentó como pudo a la cerrazón de la Iglesia de turno y que pagó el tributo de miles y miles de mártires asesinados por los inquisidores de un lado y los calvinistas del otro bando. La Inquisición no frenó por su voluntad sino por agentes externos, como igualmente los esclavistas tuvieron que renunciar a regañadientes a la fuerza motriz de sus esclavos.

Nota 3.-
Las tres religiones se sostienen en mitos y en la presunta existencia de elementos imaginarios que sólo se asumen por la sinrazón de la fe. No hay que tener miedo a admitir esto aun siendo creyente. Cualquier español medio de Salamanca habría encontrado la ‘única verdad’ en el Corán si hubiera nacido en una familia media de El Cairo. Si mi vecino del tercer piso tuviese más influencia sobre su entorno, su fe en unos duendecillos verdes que le visitan de madrugada tendría la misma importancia teológica que los grandes credos.

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