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Después de misa

Es probable que desde el anterior despacho de Carlos Dívar en la Audiencia Nacional se vea la hermosísima cúpula de tambor de la madrileña iglesia de Santa Bárbara.

 Y si así fuera, nada de particular tendría que el actual presidente del Consejo General del Poder Judicial aspirara desde hace tiempo a trabajar a su sombra.

 No como sacristán o como clérigo, que no son sus oficios, sino como jerarquía del Tribunal Supremo que tiene su sede donde antes la tuvo un monasterio de salesas de mucho rango. Bien es verdad que trabajando allí corre el riesgo de rememorar cómo el Estado para el que trabaja puso a las monjas en la calle en el sexenio revolucionario de 1870, y se incautó el monasterio, con lo que la sensación de trabajar en un suelo arrebatado a la Iglesia, como quien dice el otro día, puede que no sea para Dívar nada cómodo. Pero si tratar de reponer el monasterio a sus antiguas dueñas puede tener algunas dificultades para él, tal vez no las tenga comprar a la archidiócesis la iglesia y emplear en ella a clérigos togados. A las monjas bernardas le compraron las Fuerzas Armadas el convento madrileño del Santísimo Sacramento y de sus presupuestos mantiene allí la catedral castrense. Así que si el otro día pudimos ver a la ministra de Defensa asistir devotamente a la toma de posesión como arzobispo de los militares de un subordinado suyo, no habría que privar al ministro de Justicia del gozo de acudir a la consagración de un juez obispo. Al fin y al cabo, la iglesia de Santa Bárbara, que lo fue del monasterio, podría serlo ahora del alto tribunal; no en vano está tan cercana, pared con pared del bello edificio de los jueces que se abre a la plaza de la Villa de París, que con sólo colocar una puerta bastaría para comunicar la iglesia y la sede y convertirla así en capilla propia de la judicatura. Y no para comodidad de Carlos Dívar, que es de misa diaria y nada mal le vendría al menos una capilla doméstica, sino para servicio de los atribulados fieles que sean requeridos por la justicia o que demanden su favor. Allí podrían encontrar el alivio de la confesión y el consuelo de la oración. Porque gracias a la plegaria, no sé si a la Virgen de Fátima, que al decir de Dívar es la que lo salvó de las siniestras garras de ETA, o de la Virgen de Lourdes, que es la que tiene una cuevecita artificial en Santa Bárbara, un líder laico como Zapatero, tan laico que parece el inventor del laicismo, puso un dedo en el aire y se le apareció Dívar como el jefe que necesitaban los jueces.

Nadie se fía de que un gobernante pueda ser bueno sin riesgos, pero un juez lo tiene más fácil

Algunos han visto en esa aparición de Dívar a Zapatero, no una asunción del laicismo positivo de su amigo Sarkozy, sino extrañas relaciones del presidente del Gobierno con la Divina Providencia, que no sé yo si van a tenerlas en cuenta los obispos. Pero es posible que, tal vez ajeno el presidente al mucho caso que hace Dívar a sus convicciones católicas, según confiesa el magistrado en sus escasos escritos, encontrara en él lo que les es común: la bondad.

Nadie se fía de que un gobernante pueda ser bueno sin riesgos, pero un juez parece que lo tiene más fácil porque Dívar es considerado inequívocamente un hombre bueno. Si así es, y hace caso en efecto al Evangelio, no habrá tenido obstáculo para ver a Dios en la bondad del presidente. Esto puede ser, sin duda, una garantía para las buenas relaciones entre los poderes, lo que no significa que lo sea para algunos votantes de Zapatero.

Visto lo visto, al contrario de lo que algunos proclaman sobre la persecución a la Iglesia, éstos son buenos tiempos para los obispos. Ahora la Iglesia debe sentirse más representada en el órgano de los jueces; de no ser así, el Año Judicial no empezaría como empezó esta vez, con una misa solemne, no sé si de acción de gracias por los bienes que reciben o pidiendo al Espíritu Santo su luz para ejercer con tino. Antes se celebraba simplemente una misa en sufragio de las almas de los difuntos de la Administración de justicia, pero tratándose de un discreto funeral no requería del esplendor de la mitra del arzobispo madrileño ni de sus galas cárdenas.

Si a partir de ahora el CGPJ decide incrementar el número de solemnes plegarias, y ocasiones no le faltarán para ello, yo le sugeriría convertir Santa Bárbara, una de las joyas de la arquitectura religiosa de Madrid, en catedral de la Magistratura. Lástima que su presidente, con evidentes dotes para la oratoria sagrada por su entonación en el discurso civil, no pueda ser arzobispo. O sí. Todo tiene arreglo.

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