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Despartidizar a la Iglesia y descatolizar al Estado

Problemas como los que hay en la actualidad entre el Estado y la Iglesia sólo se dejarán atrás mediante una cultura de la laicidad.

El actual vínculo conflictivo entre Iglesia Católica y Gobierno ocupa los titulares de los diarios. Dado el silencio de los principales protagonistas, hablan sus voceros (los reales y los que se prestan) y, como suele suceder, asistimos a interpretaciones de las interpretaciones.
Ver ese vínculo sólo en términos de conflicto olvida las numerosas negociaciones y acuerdos que, en el ámbito público y privado, siguen caracterizando la relación entre Iglesia y Gobierno.

La Iglesia ha sido y es un actor con y de poder a dos niveles: alimenta una presencia social y cultural significativa con un aparato educativo propio y redes de sociabilidad en la sociedad civil y, al mismo tiempo, mantiene una estrecha relación con grupos de poder a partir de su presencia en el Estado, la sociedad política, grupos económicos y financieros.

La Iglesia vive un doble proceso. Mientras se asiste a una continua pérdida en el reconocimiento "religioso", se aprovecha de la pérdida de credibilidad de los partidos políticos y se presenta como "la que se pone la Patria al hombro". Hay un fuerte proceso de desinstitucionalización, se cree sin pertenecer y, a la vez, existe una fortaleza simbólica que viene de haber logrado históricamente que las representaciones dominantes de la sociedad, y en especial de los partidos políticos mayoritarios, crean que la "identidad argentina", "el ser nacional", "la argentinidad" de ben asociarse con "identidad católica".

Esta postura como organización política no partidaria le permite a la Iglesia negociar con el Estado, especialmente frente a su privatización. Es una organización que lo "abarca todo". En nuestro país, no hay un solo ministerio que no tenga vínculos con la Iglesia Católica. Por eso el "sueño del obispo propio" forma parte y se ha "naturalizado" en la cultura política argentina. Este vínculo es utilizado por el partido en el gobierno y/o por los partidos de oposición, para obtener su propio rédito y por la Iglesia Católica para obtener mayores beneficios, sea siendo oficialista o de oposición o, dada su elasticidad, ambas cosas a la vez.

Cuando el Estado intenta desnaturalizar y dislocar esta relación, como sucede con el actual gobierno, surgen nuevos conflictos en el marco de grandes continuidades. Cuando el vocero del cardenal acusa al Gobierno de alentar los odios y, al día siguiente, el Cardenal Bergoglio envía un mensaje al acto convocado por los defensores de la dictadura, lo que se pone de manifiesto es la profunda incomodidad con un gobierno democrático que asume los Derechos Humanos como política de Estado y muestra la nostalgia de esa memoria de argentinidad que significó estrecha colaboración entre militarización y catolización.

Suponer que el Gobierno puede elegir el nombre y/o momento de designar un obispo es un despropósito. Tanto el futuro obispo de Iguazú, como todos los obispos, se eligen de la misma manera y por la misma autoridad romana.

No se sale de estos enredos de "interpretación" mientras el vínculo entre Iglesia y sociedad —incluyendo los partidos políticos— sea entendido a través del Estado y entre "católicos". No es un problema de este gobierno ni de este episcopado. Una cultura de la laicidad —es decir una mayor autonomía y separación entre grupos religiosos, sociedad política y Estado— y una ciudadanía que amplíe los derechos a la diversidad deben ser el horizonte que permita dejar atrás la utilización eclesiástica de lo partidario y la utilización partidaria de lo católico. Si no, nada habrá cambiado.

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