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Mientras los siete padres de la Constitución iban perfilando, paso a paso, los fundamentos del país europeo que queríamos ser, la Iglesia se retorcía en sus sacristías: tras siglos de reyes católicos, un insólito consenso ponía las bases de un estado ‘aconfesional’, un escalón por encima del Estado confesional pedido por unos y uno por debajo del Estado laico que otros propugnaban; el consenso era eso. En paralelo a aquellos debates de los padres, la Iglesia fue negociando con el Gobierno de la UCD su posición en la estructura del nuevo poder. La Constitución fue publicada el 29 de diciembre de 1978 (había sido promulgada el día 27, pero alguien pensó que si la publicaban el 28 la gente la tomaría por una inocentada) y el 3 de enero de 1979 se firmaba con la Santa Sede el nuevo concordato que, para evitar viejos resabios, se optó por llamar simplemente ‘acuerdos’.
Por entonces, una de las graves preocupaciones de los obispos era el divorcio, tentación en la que ninguno de ellos habría de caer. De tal forma que negociaron con el Estado encastillarse en su propio matrimonio, indisoluble y regido por el derecho canónico, en paralelo al matrimonio civil que, según el tsunami que se avecinaba, pronto iba a ser disoluble. El Gobierno aceptó encantado esta propuesta; bien es cierto que había enviado a Marcelino Oreja para negociar en su nombre, con lo que, en realidad, la Iglesia negoció los acuerdos con ella misma.
Cuando llegó 1981, España tenía un ministro de justicia bastante más listo que aquel negociador propagandista: Francisco Fernández Ordoñez, el socialdemócrata de la UCD, quien constató que, tras dos años de vigencia, la Constitución no había llamado a las puertas del Código Civil. Así que impulsó la Ley 11/1981, que hoy causa sonrojo pero no leyendo su contenido, sino leyendo los artículos que derogaba, recibidos en herencia de un franquismo añorado por las Esperanzas del reino: un código plagado de referencias a dotes, hijos ilegítimos y naturales, patria potestad paterna, gananciales en manos del marido… En esa ley debía regularse también el divorcio, pero era tantísima la presión de los entornos de la caverna (‘nihil novum’) que la aprobación se retrasó dos meses, hasta la Ley 30/1981, aprobada el día de San Fermín. Y entonces los obispos advirtieron estupefactos que, en aquel encierro, los toreados habían sido ellos.
Mientras que lo pactado en 1979 con la Iglesia contemplaba dos matrimonios distintos –igualmente válidos: uno canónico y otro civil, cada uno con sus propias condiciones, normativa y tribunales– la Ley 30/1981 alumbró dos… formas de contraer el matrimonio, que sería único: bien te cases en el juzgado o en la parroquia, el matrimonio es el mismo y es civil. La derivada insospechada se convirtió en obvia: aquellos que se casaran ante un sacerdote, jurando ante Dios llegar juntos hasta la muerte, podrían hacer de su capa un sayo y divorciarse sin problema. El matrimonio canónico quedaba convertido en una simple ‘forma’, una vestidura de tramoya, amparada y sometida a la jurisdicción del Estado. Los obispos entraron en cólera y el pobre Fernández Ordóñez se quedó sin poder ir a la procesión del Corpus en Toledo, vetado por el ordinario del lugar.
La presión que sufrió el Gobierno para no permitir la disolución del matrimonio nos parece hoy ridícula; y entiendo la desazón de aquellos gobernantes, insultados y zarandeados por los medios conservadores, cuando advirtieron que, aprobado el divorcio, sus oponentes ultramontanos fueron los primeros en correr al juzgado a divorciarse, suplicando que se les aplicara la ley que tanto habían denigrado.
Haremos bien en señalar las contradicciones de los que arrojan piedras a quienes construyen la casa y luego corren a refugiarse dentro
Viendo lo sucedido entonces, y en otras tantas ocasiones que vinieron después, donde quienes luchan contra el reconocimiento de derechos luego los reclaman para sí, a veces me arrojo a pensar que la UCD debió hacer caso al compromiso pactado y limitar el divorcio a los matrimonios celebrados ante un juez y dejarse de mamandurrias: aquel que se casa ante un sacerdote, que no pueda divorciarse. Y estos divertimentos jurídicos inventados en noches de calor como el Tribunal de la Rota (que, ingenuo de mí, pensé que estaba en Cádiz) o el matrimonio roto y no consumado –con su jurisprudencia, tan aguda como procaz, sobre los coitos vestibulares, luego imitada por nuestro Tribunal Supremo para distinguir las violaciones intentadas, frustradas y consumadas– dejémoslos para su uso litúrgico; no les demos valor. Si el matrimonio por la Iglesia dura para siempre, que así sea. No hubiera llegado al nuevo siglo: nadie se casaría ante un sacerdote si no le dejaran divorciarse y volverse a casar.
La idea de dos matrimonios era antigua y un tanto inquietante: durante el franquismo existía un matrimonio civil restringido a quienes demostraran no ser católicos. Existía así una norma para los católicos y otra para los no católicos, a quienes se requería una declaración formal de ser apóstatas. Semejante planteamiento nos retraía al viejo principio de aplicación personal del derecho: normas diferentes para personas diferentes.
En realidad, este principio de aplicación normativa (para mí una ley, para ti otra) tiene una tradición milenaria: el derecho civil romano era solo el derecho de los ciudadanos romanos, pero no se aplicaba a los bárbaros aunque vivieran en el Imperio. En el Toledo medieval de las tres culturas –modelo al parecer encomiable de gente que vive en el mismo lugar pero no se mezcla–, cada una de las culturas o tribus se regía por sus propias normas. Y solo a medida que el Estado se consolidó como estructura de poder, se fue instaurando la aplicación territorial del derecho, que vincula por igual a todas las personas que se encuentran en el país, aplicado por unos mismos tribunales. Las resistencias a este avance democrático fueron inmensas y alguna pervive todavía hoy: el Ejército español, lastrado por una imponente inercia histórica (la misma que le permite ser hoy un reducto católico en un país aconfesional) sigue teniendo sus propias normas y sus propios tribunales. Al resto de españoles, salvando al Rey, se les aplica el mismo ordenamiento jurídico.
Que la UCD hubiese prohibido el divorcio a quienes se casaran en sagrado habría sido una completa insensatez, aunque hubiera puesto a los afectados ante el espejo de su propia hipocresía. Y es que cuesta tanto arrancar derechos al poder, hay que picar tanta piedra, que tienta la idea de abrir senderos paralelos para los afectos y para los desafectos. De esta forma, por ejemplo, podría aplicarse a la normativa de interrupción del embarazo el mismo régimen de los antiguos matrimonios civiles: el Estado, legítimamente preocupado por el equilibrio espiritual de las españolas, podría exigir a las mujeres que abortan una declaración de apostasía, protegiendo a las católicas y evitándoles la violencia moral de actuar en contra de sus convicciones. Estoy hablando en broma, lógicamente, una pura ‘boutade’, pero confrontemos el escenario: a los homosexuales que quisieran casarse, se les podría exigir un certificado de que no votan al PP. Ellos creen que casarse va en contra de la Constitución, y qué mejor cosa puede hacer el Estado que ayudarles a no incumplirla. Y otro tanto pasaría con la eutanasia: a los médicos que la objetan y a todos aquellos que se opongan a la ley, que no se les amortigüen los últimos sufrimientos, si hay riesgo de que los paliativos les acorten la agonía.
Cuesta tanto arrancar derechos al poder, hay que picar tanta piedra, que tienta la idea de abrir senderos paralelos para los afectos y para los desafectos
Los ejemplos se nos multiplican en las manos: para evitar el incordio de quienes alardean de difamar a las centrales sindicales pero se apresuran a pedir los moscosos que consiguen, podríamos convenir que los sindicatos solo negociasen las condiciones laborales de sus propios afiliados, como sucede en los Estados Unidos, dejando a los esquiroles y botargas compuestos y sin subida de sueldo. Visto que hay gente que no arrima el hombro y que se empeña en echar el ancla mientras otros reman, decidamos que no les alcancen los beneficios obtenidos a su pesar.
Lógicamente, ninguna de estas propuestas irrazonables y delirantes sería deseable, y quiero pensar que tampoco posible. Haremos bien en señalar las contradicciones de los que arrojan piedras a quienes construyen la casa y luego corren a refugiarse dentro. Pero los derechos tienen que ser universales, unos mismos para todos, porque todos los merecen. En el ámbito de lo público, lo ganado por unos beneficia al resto; tal vez ello convierta la lucha en más desigual, a veces descorazonadora, pero igualmente necesaria. Son las reglas del juego: en democracia no existen (o no deberían existir) normas privativas, lo que etimológicamente se denomina privilegio: la ley para unos. Aunque a veces el desahogo nos lleve a querer cerrar las puertas del hospital a quien no ha querido vacunarse (quien decide con libertad la causa, asume libremente la consecuencia), no sería justo. Y convendrá reforzar este principio en estos tiempos en que nos quieren llevar de vuelta al Medievo: defendamos unos mismos derechos, un solo matrimonio para católicos y apóstatas, un mismo convenio para sindicalistas e indiferentes, una sola norma para ciudadanos y extranjeros, para ricos y pobres, para ancianos con seguro privado de salud y sin seguro privado de salud… Lo contrario es el infierno de Dante, el sueño de nuestra querida ninfa Cariclo.
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.