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¿Derecho de los padres o derecho del niño?

Es corriente aceptar que los padres deben ser quienes decidan la educación de sus hijos. Y así lo establecen tanto normativas internacionales como nuestra Constitución. Pero ese derecho está subordinado a un objetivo: el de amparar el desarrollo del niño hasta que adquiera la suficiente autonomía moral como para decidir por sí mismo.

Kohlberg ha analizado como la conciencia moral autónoma del individuo se desarrolla a través de una serie de etapas. Estas van desde la heteronomía moral que caracteriza la infancia, en la que el niño solo es capaz de responder a estímulos del tipo premio–castigo, hasta la autonomía moral, en la que el adulto puede tomar decisiones desde los principios éticos alcanzados con su racionalidad. Pero no todos llegan a este último estadio. Muchas personas quedan enquistadas en estados intermedios, con sus conciencias subordinadas a individuos o grupos que han logrado imponerse, coartando su desarrollo autónomo en un momento de sus vidas.

Para que la persona pueda construir su autonomía moral es preciso que la sociedad haga posible la adecuada formación de su mente en relación a dos elementos que Kant diferenciaba: el saber, o conocimiento verificable por todos (ciencia), y la creencia, o convencimiento personal no verificable. Las instituciones estatales y la escuela pública en particular, han de velar por una transmisión fiel del saber, librándolo de supersticiones o dogmas que traten de oponérsele, así como hacer posible el conocimiento plural de las creencias, evitando tanto censuras como privilegios discriminatorios a creencias concretas, a fin de permitir que cada individuo resuelva, desde su capacidad crítica, su opción personal.

La tutela de los padres en ese proceso no tiene otro sentido que la de amparar esa construcción de su moral autónoma, evitando que la interferencia de terceros impongan creencias al niño o le impidan conocer argumentos que permitan su libre elección. Lo triste es comprobar que, en muchos casos, la tutela se entiende torcidamente y son los propios padres los que imponen al niño sus propias creencias, impidiéndole conocer argumentos contrarios a ellas. Los derechos del niño se subordinan así a un malentendido derecho de los padres que transforman su tutela en una especie de derecho de pernada sobre la mente de sus hijos. Tal sucede cuando los padres inscriben al niño en clase de religión en la escuela, donde la enseñanza de dogmas no admite discrepancias. Ese proceder solo puede entenderse por el temor que sienten a que argumentos opuestos puedan superar a los propios, lo que les empuja a sumergir al niño en su ignorancia. Y la ignorancia es la antítesis de la razón de ser de la escuela.

Lo más trágico es que nuestro sistema educativo consagre esta atrocidad al permitir unas clases de religión en la escuela en las que se impone la censura.

La razón parece gritar entonces a la conciencia de esos padres ¡menos derechos y más deberes!

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