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Democracia y voto religioso

APARENTEMENTE es sólo un proyecto político, pero la actividad del Partido Renacimiento y Unión de España (Prune), la primera formación islámica a nivel nacional inscrita en julio pasado en el Ministerio del Interior, puede tener consecuencias en la ya de por sí misma difícil integración de la población musulmana inmigrante. Este partido manifiesta su acatamiento a la Constitución y condena el terrorismo. Por eso la preocupación de las autoridades se centra principalmente en la influencia social que pueda tener sobre 1.300.000 musulmanes residentes en España. La experiencia en otros países europeos, como Francia o Alemania, muestra que amplios sectores de la población musulmana, ya nacidos y educados en estos países, se han impermeabilizado frente al resto de la sociedad, manteniendo su unidad interna con criterios identitarios de un fuerte carácter religioso. Y aunque sería desproporcionado asociar automáticamente estos movimientos políticos a los grupos proselitistas del integrismo islamista, tampoco sería realista ignorar los vínculos que se han detectado entre unos y otros.
Además, a algunos de los promotores del Prune se los considera muy cercanos al Gobierno marroquí, cuyo interés en esta iniciativa es fácilmente comprensible con el dato de que en España residen unos 700.000 marroquíes. Por ahora, no hay convenio para el reconocimiento del derecho de estos ciudadanos extranjeros a votar en las elecciones municipales, porque no existe reciprocidad con Marruecos, pero el Gobierno español lo está negociando. Ya se han firmado convenios similares con países cuyos nacionales residen en España. Las consecuencias electorales del voto inmigrante musulmán, en caso de ser reconocido, no serían irrelevantes. Hay numerosos municipios en Cataluña, Comunidad Valencia, Murcia, Andalucía o Extremadura donde podría ser decisivo para la formación del gobierno municipal. La incertidumbre que genera un partido basado en la identidad religiosa es cómo sería su adaptación al funcionamiento de unas instituciones democráticas, como las municipales, que no son ajenas al debate sobre el laicismo del Estado y a la progresiva reclusión de lo religioso al ámbito privado, cuando el Islam predica un código de conducta pública y privada. Tampoco debe ignorarse la pugna que las tendencias internas del Islam mantienen en Europa y, por supuesto, en España, sobre el control de las mezquitas, que cumplen en la comunidad musulmana un papel más amplio que el de ser lugar de oración de los fieles, convirtiéndose en centros de formación y convivencia.
En una democracia laica y parlamentaria, los ciudadanos tienen derecho a promover partidos sin más límite que los establecidos por la ley. Mientras esos límites se respeten, sus actividades no deben ni pueden ser interferidas por los poderes públicos. Ahora bien, el respeto formal a la legalidad no siempre garantiza el cumplimiento efectivo de la misma, ni que la actividad real del partido se corresponda con sus principios estatutarios o no entrañe riesgos para el interés general. La política de integración de los extranjeros es una prioridad del Estado, porque es la manera de evitar la creación de bolsas de resistencia a los valores comunes de la sociedad democrática. Nadie debe ser discriminado por su religión, pero la actividad de partidos que impulsan el gregarismo religioso resulta incómoda en una democracia liberal y representativa.

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