Francamente, el eslogan resulta confuso, tanto para la identidad del embrión como para su supuesta dignidad.
Yo fui un embrión, al igual que mis padres, mis abuelos, y la larga cadena de embriones que conduce a los primeros seres humanos, a los homínidos, y sus antepasados, y a otros mamíferos, hasta llegar a los primeros embriones que existieron. Sí, todos hemos sido embriones, incluso el 60%-70% de concepciones que abortan espontáneamente. Y, como el desarrollo embrionario reproduce la evolución, todos hemos parecido embriones de pez o de rana (primeras cuatro semanas), de ternero o de elefante (hasta las ocho) y sólo hemos adquirido aspecto humano después de los dos meses de vida.
En cuanto a la dignidad humana, sólo puede poseerla una persona, y el embrión no lo es, por más que se recurra al argumento de la potencialidad. Un embrión es una célula, o una masa de células, o un proyecto que quizá llegue a convertirse en una persona. Pero la dignidad humana no se da, sino que se adquiere, ya sea aceptando con fe ciega la moral que nos impone una voluntad superior o mediante el pensamiento racional, ese peligroso proceso que el actual Pontífice condenó, hace bien poco, como el origen de todo mal.
Profesor emérito de Biología Celular de la Universitat Autònoma de Barcelona