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Del top-less del mar Rojo egipcio a las playas segregadas de Irán

La tolerancia de los países islámicos hacia las mujeres en bañador depende de sus Gobiernos y sociedades

Ni el dos piezas del equipo olímpico de vóley alemán ni el atuendo de sus rivales egipcias (cubiertas de la cabeza a los tobillos) hubieran llamado la atención en la playa de Jumeira, en Dubái. Un viernes cualquiera, durante la época en que la temperatura lo permite, comparten la arena bañistas europeas, libanesas, sirias e iraníes en micro bikinis y matronas árabes e indias que no abandonan sus sayones ni cuando se meten en el agua. Al otro lado del golfo Pérsico, en las costas de Irán, se limita el acceso de las mujeres a zonas especialmente acotadas para ellas.

¿Qué es más islámico? ¿La tolerancia que predican los gobernantes de Emiratos Árabes Unidos (la federación a la que pertenece Dubái) o el puritanismo oficial de Teherán? El Corán, escrito en el siglo VII, no hace referencia a la ropa más adecuada para acudir a la playa, y el islam carece de una autoridad única. Así que cada país adopta las normas que se adaptan mejor a su sociedad, o que les parecen más convenientes a sus mandatarios.

La historia reciente y la economía también pesan en el protocolo playero. En los países donde el turismo de sol es una importante fuente de ingresos, como Marruecos, Túnez, Egipto o Indonesia, el bañador se normalizó a la vez que proliferaban los hoteles de playa durante la segunda mitad del siglo pasado. Sin embargo, otros como Sudán, Arabia Saudí o Pakistán nunca han tenido esas influencias. Incluso en aquellos más tolerantes, acudir a la playa a tomar el sol y bañarse es una moda importada que solo practica una minoría entre la población local.

La diferencia de mentalidad se evidencia en las costas egipcias. Mientras en las playas de Alejandría es raro ver una mujer en bañador y hasta los hombres llevan calzones largos y holgados, en los arenales acotados de los hoteles del mar Rojo, las turistas rusas se broncean en top-less lejos de la vista de los autóctonos. O se bronceaban. Porque el islamismo (en ascenso) ve en esa práctica otro signo de la decadencia occidental.

Si las autoridades, como en Dubái, toleran que cada cual decida qué se pone para bañarse (dentro de unos límites), los islamistas no están dispuestos a que los extranjeros sienten ejemplo. De ahí que cuando llegan al poder ingenien fórmulas de control como la separación de sexos en las playas (Irán). Pero incluso desde fuera ejercen una enorme presión social que equipara la rectitud moral de la mujer a su vestimenta y desincentiva su libertad de elección.

Para los musulmanes más conservadores, las actividades acuáticas femeninas o están proscritas, o deben limitarse a entornos segregados. Por eso no es en las playas de los países islámicos donde más éxito tiene el burkini (oburqini). Este bañador que cubre todo el cuerpo excepto cara, manos y pies, fue ocurrencia de una australiana de origen libanés en un intento de conjugar las exigencias de recato que el islam impone a sus seguidoras con la libertad de bañarse donde les plazca de que las mujeres disfrutan en Occidente.

Prohibirlo es caer en el mismo afán prescriptor de los islamistas. Ya es hora de que unos y otros dejen de considerar a las mujeres como menores de edad a las que hay que decir cómo deben vestirse. Los trikinis son (casi) tan horribles como los burkinis y este año están de moda.

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