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Defensa de la laicidad

CÓRDOBA vuelve a ser ya la Ciudad de la Mezquita. No es una broma, como saben ustedes. Todo el mundo ha seguido llamando mezquita a la mezquita, dentro y fuera de nuestras fronteras, menos el Obispado de Córdoba, que la había inmatriculado en 2006 con el nombre de Santa Iglesia Catedral; había registrado todos sus nombres como marca comercial para que nadie pudiera usarlos y hasta llegó a retirar la palabra mezquita de los mapas turísticos. Conseguir que la denominación institucional del monumento sea, desde ahora, Mezquita-Catedral es una victoria avalada por una intensa movilización ciudadana, pero es insuficiente, porque el objetivo final no puede ser otro que declarar nula su inmatriculación y lograr una gestión pública y transparente.

En esta historia de insensateces, lo más llamativo es el empeño de la Iglesia en ocultar el nombre universal de mezquita. O lo que es lo mismo, en querer borrar la memoria de un paradigma de encuentro entre pueblos y culturas, e imponer una visión confesional y excluyente. Un disparate del que sólo nos puede salvar una apuesta decidida por la laicidad que, reconozcámoslo, ningún Gobierno ha acometido hasta ahora. Es una tarea compleja, porque remite a un conflicto histórico entre el poder y la presencia de la Iglesia católica y la necesaria libertad de conciencia y supresión de privilegios que es la base de un estado laico. Y constantemente saltan chispas. Ejemplos mínimos: hay 36 capillas católicas en las universidades españolas, mantenidas con dinero público, que fueron el motivo de la mediática denuncia a una concejala madrileña; se conservan símbolos religiosos en muchos centros de enseñanza o se considera aceptable que los alumnos de Prescolar y Primaria reproduzcan la parafernalia de las procesiones dentro de las escuelas andaluzas; y muchos cargos públicos, entre ellos nuestro alcalde, presiden ceremonias religiosas.

El problema es que no somos conscientes de ese sectarismo que se cuece en las entrañas mismas de nuestra vida cotidiana, ni reconocemos en esos ritos y costumbres sociales la imposición de una forma excluyente de entender el mundo, igual que ha sido excluyente y ventajista la intención del Obispado de Córdoba. Como cristiana, eso me duele especialmente, pero como ciudadana no me exime de denunciar cualquier afán de privilegio que atente contra la igualdad de derechos. Aunque la Iglesia sea la primera en no entenderlo.

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