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De tu gloria los resplandores

Si fue duro aceptar que el Ayuntamiento condecorara a la imagen de la Virgen del Rosario, lo que vino a continuación resultó aún más indigesto.

La manifestación religiosa durante la vista oral haría palidecer a Berlanga. Un espectáculo. Los fieles dando vivas al cura, a la patrona y a España. Todo ello amenizado con insultos y abucheos a los demandantes de Europa Laica, dignos hijos de Satán, que habían recurrido la concesión de la medalla. Y con himnos piadosos: “Reina de nuestras almas, flor de las flores, muestra aquí de tu gloria los resplandores…”.

Todo el esperpento español en esa demostración de neurosis eclesiogénica. Con famosos de Cádiz, célebres cofrades y políticos caducados amparados en ese cantarín coro anacrónico. Ahí estaban, a la puerta del Juzgado, mostrando su apolillada ranciedad, su simpleza intelectual, felices en su domesticidad y fácilmente dispuestos a sentirse ofendidos.

Columnistas de la prensa local, acólitos de nacimiento, pusieron el acento en el odio a la religión. Y mezclando en difícil mejunje laicismo, comunismo y revanchismo político, llegaban a la conclusión de que los laicos no pueden imponer sus ideas. ¡Chin pón!

Con lo que hay que volver, una vez más, a insistir en que el laicismo no pretende atacar a la religión, sino que persigue una separación entre Iglesia y Estado.

“Nos pinchan donde nos duele”. El párroco, no obstante, sacaba a pasear el manoseado argumento del victimismo, tan eficaz durante dos mil años. Si se les recuerda que se apropian de inmuebles bajo la coartada de la inmatriculación, se les persigue. Si se les enumeran las cuantiosas subvenciones que reciben del Estado, se les persigue. Si se les dice que el arreglo del techo de la iglesia o las campanas debe correr por su cuenta, se les persigue. Si se les señalan sus continuas injerencias en la vida civil, se les persigue…

Pero donde sólo impera la fe, se acabó el diálogo: es el momento de sacar el asunto, tan grotesco como inverosímil, de los méritos de la Virgen para obtener la condecoración: su intercesión para remediar epidemias y, sobre todo, al parar el maremoto de 1755. Si efectivamente fue así, la Virgen podía haber echado una mano en otras desgracias que afligieron a esta ciudad, como la explosión de 1947. Pudo evitarlo con un movimiento de su virginal mano, pero no lo hizo, lo que levanta sospechas acerca de su cacareada bondad y desvelos para con el pueblo gaditano.

Como lo de los milagros queda algo endeble, entonces enarbolan la tradición. ¡Oh, la tradición! Bajo su polvorienta túnica se perpetran las mayores atrocidades contra la razón. Sin ir más lejos aquí os dejo una: ”Que las mujeres puedan vestir de nazareno en Sevilla, es una conquista mucho más importante que el voto femenino.” (Antonio Burgos, 8/3/2014)

Y por fin, el argumento cobardica: “No, si la condecoración se concede a los dominicos. La Virgen sólo es un símbolo”. Pues vaya, si se hubiera querido distinguir a los dominicos, a qué viene tanto milagro, tanta reina de nuestras almas, ni tantos resplandores… Pero algo hay que decir.

A estas alturas, el resultado del juicio es tal vez lo de menos, porque la Historia ha quedado momificada en Cádiz, mientras el Progreso pasa de largo.

Pepe Pettenghi

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