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De los crucifijos a los crucificados Reflexión laica sobre un imperativo común

La neutralidad de los espacios públicos, para que en ellos cada uno encuentre su sitio tenga la religión que tenga o no teniendo ninguna, es objetivo prioritario que ha de perseguirse social y políticamente en aras de la convivencia en condicione

EL eco mediático de la sentencia de un juzgado de Valladolid que obliga a retirar los crucifijos de las aulas de un colegio público ha reactivado el debate sobre religión y laicidad en España. No está mal que así sea, pues en lo que afecta a dichas cuestiones seguimos teniendo problemas sin resolver. Al clima social en que deben ser abordados no ayudan voces episcopales que hablan de la 'cristofobia' que supuestamente estarían poniendo de manifiesto tanto la denuncia que respecto a crucifijos en tal escuela interpuso una asociación laicista como, según se puede inferir de las mismas declaraciones episcopales, la aludida sentencia. Por una parte, la brocha gorda con que el presidente de la Conferencia Episcopal y otros miembros de la misma describen la realidad social de España no les aporta credibilidad. Por otra, tras declaraciones de ese tenor se puede vislumbrar una inaceptable pretensión de deslegitimación respecto al sistema judicial del que emana dicha sentencia, así como respecto al sistema político que produce la legalidad y procedimientos en que esa sentencia se apoya, legalidad a la que la dinámica de ese sistema se atiene en un Estado democrático de derecho. Al grosero diagnóstico de 'cristofobia' se le podría contraponer un diagnóstico mucho más ajustado a los hechos de cierta fobia a la democracia, sus principios y sus reglas, por parte de unos eclesiásticos que de tal modo se pronuncian. Su decir y obrar, en éste y otros casos, es revelador de una mentalidad integrista varada en tiempos pasados, con añoranza de los que políticamente eran predemocráticos y religiosamente preconciliares -si tuvieran en cuenta el Vaticano II no hablarían así-.
AFORTUNADAMENTE, ni la mencionada sentencia ni la demanda a la que ella responde, como tampoco las opiniones vertidas por quienes critican esa resolución judicial, se dan en un contexto tensionado en torno a la 'cuestión religiosa', por más que esa cuestión, de tanta incidencia en la historia de España, siga presentando extremos no resueltos. Es una aparente paradoja que nuestra sociedad esté muy secularizada y tenga un notable nivel de tolerancia y que, a la vez, la Iglesia católica, a través de portavoces oficiales, tenga la presencia que tiene en la vida pública, con constantes intentos de mantener privilegios confesionalistas a base de ejercer presión, como no debiera hacerlo por lo que supone de ilegítima injerencia en el ámbito político, sobre las instituciones políticas. Eso forma parte de la estrategia clerical de una institución escorada hacia posiciones muy conservadoras, con el añadido de que su integrismo resulta rentable en alianza con quienes en el campo político mantienen posiciones neoconservadoras. Una base social no especialmente religiosa, pero apegada a tradiciones católicas, aunque en la vida cotidiana poco o nada tenga en cuenta la doctrina eclesiástica, es la que da apoyo a esa alianza, con significativos réditos para quienes la suscriben.
Más allá de la sociología, la polémica de los crucifijos pone de relieve el déficit de laicidad que sigue habiendo en España en cuanto al Estado y los espacios públicos. Es verdad que determinados símbolos religiosos tienen un notable arraigo en manifestaciones sociales y culturales. No obstante, en ciertos casos eso no puede mantenerse por mera inercia en una sociedad pluralista como la nuestra, máxime cuando la pluralidad compleja que alberga implica ya, además de pluralismo ideológico, ético y político, una intensa diversidad cultural y también religiosa. La aconfesionalidad del Estado que establece la Constitución en su artículo 16, tras el reconocimiento como derecho de «la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades», obliga a la protección jurídica, a la atención política y al cuidado administrativo de todo lo relacionado con ese derecho. El hecho de que determinados símbolos religiosos estuvieran presentes en determinados lugares públicos -y no son lo mismo unos que otros, como se aprecia contrastando lo que supone un crucifijo en el aula de una escuela pública y una cruz románica en un cruce de caminos, por ejemplo-, no justifica en modo alguno su permanencia. De ahí la razón de ser del cuestionamiento laicista de los mismos por motivos estrictamente democráticos, que deberíamos asumir todos, también los creyentes en tanto que ciudadanos.
La neutralidad de los espacios públicos, para que en ellos cada uno encuentre su sitio tenga la religión que tenga o no teniendo ninguna, es objetivo prioritario que ha de perseguirse social y políticamente en aras de la convivencia en condiciones de igualdad para todos. Así ha de ser con especial rigor en el espacio público político, como es el caso de las sedes de nuestras instituciones democráticas con todo lo que allí transcurre, incluyendo la toma de posesión del cargo por quienes en ellas han de desempeñar sus responsabilidades -sobran, pues, crucifijos en tales actos, debiéndose ir a símbolos y fórmulas que respeten además el mandato constitucional de no obligar a nadie a declarar públicamente sus convicciones personales-. Y así ha de ser también en espacios públicos sociales, como hospitales y colegios, por ejemplo, donde la afluencia de una ciudadanía pluralista exige neutralidad ideológica y religiosa. Salvaguardarla no es ningún atentado antirreligioso, sino defender la aconfesionalidad del Estado y la libertad de los individuos desde una laicidad que es condición para el mismo pluralismo religioso sin merma de derechos para nadie. Nuestras leyes deben responder cada vez mejor a esa laicidad democrática que para nada es antirreligiosa. Por el contrario, se perfila como laicidad inclusiva, que reconoce que la religión y sus instituciones, por mor de los mismos individuos que las sostienen, tienen sus derechos en el seno de una sociedad democrática, pluralista y secularizada en la que han de saber situarse en el espacio cívico desde el que han de hacer las aportaciones que tengan que ofrecer a partir de su tradición y experiencia.
CAMBIANDO de registro, cabe añadir que poco dice de la Iglesia su defensa anacrónica de la presencia de crucifijos en determinados ámbitos sociales y políticos, invocando sin más una tradición cultural, cuando tales crucifijos, precisamente por la 'domesticación cultural' que han sufrido, ya nada expresan de aquel 'escándalo de la fe' que, según Pablo de Tarso, siempre habría de ser un 'Dios crucificado'. Bien podría la Iglesia católica, por respeto a los no cristianos, retirar crucifijos de donde no deben estar y sí, en cambio, llamar la atención respecto a los que una y otra vez son crucificados. Cualquier imagen de los injustamente asesinados o condenados a muerte cierta en este mundo nuestro, susceptible de ser interpretada cristianamente como imagen del Dios que se revela en cada una de esas víctimas masacradas, podría reemplazar laicamente a crucifijos que por estar como y donde no deben ya no cumplen la función de testimonio que su simbolismo había de tener. También es verdad que eso requeriría no alentar el olvido desde una institución cuya razón de ser está en la memoria de un torturado hasta la muerte. Desde ella no debiera preocupar que se retiren ciertos crucifijos, sino que no haya crucificados, reconociendo en ello un imperativo ético que desde su misma formulación laica tanto obliga a creyentes como a no creyentes.

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