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De dioses y hombres

Un niño perdido en la noche de un bosque solitario. Abandonado a una oscuridad de sonidos y silencios que el miedo y la imaginación pueblan de criaturas siniestras.

            Es una imagen recurrente de los cuentos y los temores infantiles, de las pesadillas que acosan a infantes que acaban de ver una película de terror, de leer o escuchar historias sombrías en las que asoma el rostro de algún ser maligno.

            Entre los recuerdos más inquietantes de mi ya lejana adolescencia, está la atmósfera malsana de una película turbadora, “El cebo”, del director de origen húngaro, Ladislao Vajda, donde un asesino de niñas, seboso, de carnes flácidas y manos pulposas, atraía con caramelos a las incautas chiquillas que se cruzaban en su camino, hasta arrastrarlas a la espesura del bosque.

            Niños y niñas engañados por la gentileza de adultos perversos y enfermizos. Vidas destruidas en la raíz de su pureza por adultos abominables que no crecieron como era debido.

            Los supuestos abusos a menores, y su encubrimiento, denunciados recientemente en la archidiócesis de Granada, o los muchos otros constatados, a lo largo de los años, en otras diócesis diseminadas por el mundo, no son perversiones inherentes a la iglesia, sino a la naturaleza humana. El aura eclesial sólo las dota de una repulsión y una turbiedad mayores.

            Amigos cercanos me han referido con frecuencia sus días antiguos de catequesis, tardes enteras en las que moldeaban su espíritu cristiano con la charla empalagosa de un cura untuoso y sobón de la parroquia del barrio, al que gustaba mostrarse amistoso y paternal echando el brazo por el hombro de los chicos, acariciándoles el cuello con esa lentitud deleitosa con la que acariciamos a una mascota, empujándolos disimuladamente con palmadas subrepticias en el trasero, siempre apurando la cercanía hasta que el niño respiraba aquel aliento agrio y los olores sacramentales de la sotana. Ya, entonces, los niños eran conscientes de su incomodidad, del desagrado que les procuraba aquella conducta del prelado, pero no sabían cómo rechazarlo porque las manos venían hacia ellos con una calidez fraternal, envolviéndolos en la telaraña de sus palabras, cohibidos ante el peso milenario de la autoridad eclesial y el respeto reverencial hacia su negra figura.

            La revelación de los presuntos casos de pederastia destapados en la diócesis granadina, nos enfrenta a un aspecto aberrante que sólo se da en la naturaleza humana: la doblez en la manera de obrar. La impostura. La falsedad. Como esos clérigos que ensalzan y predican la pureza a otros, mientras ellos viven en la degeneración.

            Parece ser que, cuando a Monseñor Martínez lo apartan de la gresca que mantenía en Córdoba con el todopoderoso  presidente de Cajasur, el canónigo Miguel Castillejo, nombrándolo arzobispo de Granada, en el clero nazarí ya había lobos asaltando a mansos corderos.

             A Monseñor Martínez, como pastor del rebaño católico de Granada, le ha gustado más bien poco pastorear a su grey con ese “olor a oveja” que pedía el Papa Francisco a sus ministros, para que los fieles sintieran que tenían de guía a alguien con su misma piel y que sufría cada uno de sus padecimientos.

            A Monseñor parece que lo embelesaba más traducir los escritos de San Efrén, un Padre de la Iglesia del siglo IV, o vigilar las obras de su particular Escuela de Magisterio, un edificio de una modernidad ostentosa construido con una hipoteca de veinte millones de euros en el barrio más pobre de la ciudad.            Mientras él se deleitaba con el estudio de la filología semítica, o publicando en su editorial libros donde se exalta la sumisión de las casadas, parece que se le descarriaba una parte de la manada.

            Voces cercanas a la diócesis granadina han señalado en alguna ocasión el aumento preocupante de los gastos del Arzobispado desde la llegada de Monseñor Martínez. Entre ellos, los del personal a su servicio, llegando a disponer hasta de tres secretarias, un chófer, una gobernanta, una cocinera y una empleada de limpieza, que sobrepasa con creces lo que disponía su antecesor, Antonio Cañizares: un secretario personal y una asistenta a media jornada.

            Es probable que erremos el juicio sobre Monseñor Martínez y que, ciertamente, sea un alma de honda espiritualidad, un hombre sencillo, un siervo austero, un sigiloso apóstol de la modestia y la pobreza material, pero es más fácil reconocer todos estos méritos si uno los acompaña con ejemplos vivos que sirvan de inspiración a los fieles.

            Para que un grupo de clérigos pederastas culmine sus fechorías impuras, hay que tejerse una red muy tupida de mentiras, en palabra y obra, y repetírselas, un día tras otro, al tiempo que se inculca en los demás la importancia de la rectitud y la decencia. Para satisfacer esos instintos despreciables, hay que ocultarse detrás de la teatralidad de las ceremonias y la bendición de las palabras; mentir a los demás y mentirse uno mismo, desafiando escrúpulos y condenaciones, nada más que para seguir alimentando la serpiente de la lascivia, para dejarla reptar sangre adentro al dulce llamado de la carne.

            No inspira mi ánimo, ni mis palabras, el anticlericalismo.     Puedo reconocer el buen trigo, y advertir dónde crece la cizaña.

            He recibido la amistad, y le he entregado mi admiración respetuosa a personas de elevada espiritualidad. De distintas creencias religiosas. Almas despiertas que han huido del dogma santurrón y que sólo buscan un poco de sentido y de luz en la inmensa complicación de vivir.

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  • arzobispo Granada FJ Martinez
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