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Crucifijos

¿Quién me presta una escalera,
para subir al madero,
para quitarle los clavos
a Jesús el Nazareno?
[.] ¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero,
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!

Antonio Machado: Campos de Castilla

Creo que, después de mil setecientos años, ya va siendo hora de que pidamos la escalera para bajar de la cruz a Jesús el Nazareno, como canta la saeta del poema de Antonio Machado. Es demasiado tiempo para que alguien todavía no se apiade y corte con el exhibicionismo sádico del dolor, de la humillación y la crueldad: aunque se tratase del Hijo de Dios y, el rencor frente a la ira de su padre, nos impulsase a la simbólica venganza, no deja de ser la representación de un ser humano absolutamente humillado e indefenso (la crucifixión era una pena no sólo inhumana, sino, sobre todo infamante, una vejación para el reo expuesto al escarnio público). Nadie aceptaría que se exhibieran a perpetuidad las imágenes del cadáver de su padre o de su hijo, por muy gloriosa y simbólica que hubiese sido su muerte: ¡sería una canallada incalificable!
A mi generación, de mediados del pasado siglo, la impresión de la primera escuela nos dejó grabado a sangre y fuego el frontispicio del encerado, con un triunvirato compuesto por el crucifijo y las fotos de Franco y José Antonio. En aquellos tempranos años, esa asociación de imágenes nos marcaban la clara relación entre vivos y muertos, confundidos en una santísima trinidad sagrada y mítica; donde el Dios padre y Franco, el Hijo del crucifijo, y José Antonio Primo de Rivera como Espíritu Santo, conformaban una Santísima Trinidad incomprensible pero mayestática, que regía inexorablemente nuestras vidas, las de nuestros padres y hermanos, la de la sagrada patria, y nuestro sagrado destino en lo universal: entendiéramos o no el galimatías, de lo que sí nos convencieron es de que eran un solo Dios verdadero.
Ahora, Gianfranco Ravasi (un preboste vaticano) en pleno debate sobre el crucifijo en las escuelas, nos confirma que es el símbolo que mejor sintetiza "el dolor de las víctimas de la violencia, del poder". No deja de tener su gracia, la Iglesia Católica lleva mil setecientos años esgrimiendo el crucifijo como enseña de un poder terrenal con el que ha estado amenazando, humillando y mortificando a sus víctimas, y ahora viene éste hombre a decirnos que precisamente es el símbolo del ejercicio del poder. Claro, aquí todo es paradójico, un Dios construye un mundo judaico que se le va de las manos y, ante la falta de control, envía a su hijo con la idea premeditada de que sea sacrificado por los errores de su padre, para mayor gloria de su nombre: no conozco  a ningún ateo que fuese capaz de hacer eso con sus hijos.
Hace tiempo que percibo la sensación de que Dios y la religión exclusivamente nos interesan a los ateos y a los agnósticos, puesto que es pura política. Nadie puede hoy afirmar que Dios no exista, como no podemos negar la existencia de la economía, aunque ambas entidades sean igualmente intangibles y carentes de naturaleza física. Dios ha sido una constante histórica identificada con poderes humanos, "demasiado humanos", que lo han utilizado para gozar de plenos poderes terrenales: eso sí que es miseria moral, sin margen para relativismos de especie alguna.
Por eso, en plena lucidez analítica, otro preboste vaticano, el español Melchor Sánchez de Toca, ha concluido que en esto de los crucifijos "sólo hay intereses políticos", algo en lo que convenimos cada vez más gente: Dios existe y es política, esencialmente, "política".
Es posible que, aunque Dios haya sido desenmascarado por la razón, todavía sea preciso el mito de Jesucristo para  mucha gente. Mas, sigue siendo perentoria la escalera, "para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno".

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