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Contra lo que se cree, la actuación de los estados de Oriente Próximo no se guía por la religión

El 11-S del 2001 supuso un golpe muy duro para la autoestima de Estados Unidos. Como escribe Joseph Nye (La paradoja del poder norteamericano, 2003), "nos habíamos vuelto complacientes durante la década de 1990. Tras el colapso de la URSS, ningún país pudo igualarnos ni compararse con nosotros.

La guerra del Golfo de principios de década fue una victoria fácil, y al final de los 90 bombardeábamos Serbia sin sufrir ni una baja …. Parecíamos Gran Bretaña en plena gloria victoriana, pero con un alcance global aún mayor …. Todo cambió el 11 de setiembre …. Paradójicamente, ahora que EEUU se ha convertido en la única superpotencia mundial podría ocurrir que se incrementara su vulnerabilidad y que se acelerara la erosión de su supremacía".
La vulnerabilidad y la erosión de la supremacía fueron la obsesión del nuevo equipo neocon del presidente George Bush, de modo que "la guerra contra el terrorismo" y el poder duro (uso de la fuerza militar y de la guerra preventiva) marcaron la política internacional de la Casa Blanca. La lucha contra el nuevo terrorismo internacional impulsó la pretensión de remodelar Oriente Próximo, lo que, junto con unos indisimulados intereses petroleros, llevó a invadir Irak en marzo del 2003, tras haber ocupado Afganistán en otoño del 2001.

A PARTIR DE entonces, dos mitos se hicieron presentes en el discurso político (Al Qaeda y lo que significa ser moderno, 2004). El primero se forjó mucho antes del 11-S: la creencia de que en la medida en que "el resto del mundo absorba la ciencia y se vuelva moderno, se volverá obligatoriamente laico, ilustrado y pacífico –tal como, contrariamente a cualquier evidencia, se imaginan a sí mismas las sociedades occidentales. Con su ataque a las torres gemelas, Al Qaeda destruyó ese mito, y pese a todo se sigue creyendo en él o, en su versión actualizada: pensar que la democracia puede imponerse por la fuerza. Al Qaeda halla su impulso en la creencia de que el mundo puede ser transformado a través de espectaculares actos de terror. Este mito se ha visto repetidamente refutado y, sin embargo, la creencia persiste".
El terreno de los mitos no es el mejor para intentar comprender el trasfondo político de los conflictos que desestabilizan Oriente Próximo y que amenazan la paz mundial. Tampoco sirven para combatir con eficacia el reto del terrorismo internacional, porque fuerzan una lectura religiosa, cultural o comunitaria –y, por tanto, no política– de los conflictos. Así, a menudo nos perdemos en debates estériles sobre el islam y la democracia o sobre la retórica coránica de los discursos de ciertos líderes raciales, y olvidamos que muchas veces son versiones sesgadas –o totalmente contrarias, en el caso de Al Qaeda– del islam, que no comparten la gran mayoría de musulmanes. Lo ha resumido bastante bien Fred Halliday (100 mytes about the Middle East, 2005). Se cree que "el comportamiento de los estados de Oriente Próximo y sus gentes puede explicarse por referencia a las prescripciones de los textos sagrados. Pero la religión, más allá de los símbolos, no proporciona ninguna guía para explicar o evaluar las políticas exteriores de estos estados".
Lo mismo sucede a la hora de explicar las políticas de armamento, los precios del petróleo, las migraciones, las presiones de la globalización y otros factores en los que la religión no es el factor explicativo más importante. Se olvida, además, que en las últimas décadas, algunos de los principales conflictos de la región se han dado entre países musulmanes: la guerra entre Irak e Irán (1980-1988); la guerra de Afganistán (1979-1989); la invasión de Kuwait y la guerra del Golfo de 1991, etcé- tera. En todos estos casos, la religión ha jugado un papel marginal, aunque haya sido invocada para legitimar las distintas posiciones enfrentadas.

EN OTRAS palabras, hay que priorizar una explicación política de los conflictos. Así, por ejemplo, en el gran conflicto de referencia, el conflicto palestino-israelí, el punto de partida es la ocupación. Lo mismo ocurre en Irak, donde una brutal y sanguinaria dictadura laica y pretendidamente socialista fue derribada por la invasión anglonorteamericana, lo que abrió la puerta a un proceso de desestabilización y destrucción del Estado que ha propiciado la aparición de una resistencia y unos enfrentamientos comunitarios que, sin duda, está aprovechando muy bien Al Qaeda.
Lecturas similares podrían hacerse de la crisis del Líbano o del programa nuclear iraní. En estos casos, el papel de Damasco –y de otros países, incluso Francia y Estados Unidos– en la política libanesa y la lucha por la hegemonía regional –el pulso por la hegemonía regional que mantienen Riad y Teherán desde 1979, más allá de la tradicional división entre sunís y chiís– resultan mucho más explicativos que las referencias religiosas o culturales. En este sentido, la predisposición del Gobierno de Bush a participar en una conferencia internacional en la que participarían Siria e Irán, propiciada por el Gobierno iraquí para hallar una salida conjunta a la crisis de Oriente Próximo es, sin duda, una buena noticia, porque representaría un regreso a la política como recomendaba el informe Baker-Hamilton del pasado diciembre.

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