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Confusión confesional

Creo que el obispo de Málaga y presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, Antonio Dorado, tiene razón a propósito de una sentencia del Tribunal Constitucional sobre las relaciones entre Estado e Iglesia en materia de enseñanza. Lo normal es que la Iglesia católica decida los contenidos de la asignatura de su religión y elija a sus profesores. Lo que no es razonable, o así me lo parece, es que el Estado pague a los maestros de la Iglesia, y pague sus indemnizaciones por despidos nulos o improcedentes, pero así lo ha acordado el Estado.

Hay profesores de religión católica que pierden el trabajo por no vivir católicamente. En Almería se casó una maestra de catolicismo con un divorciado; en un pueblo de Málaga una concejala de Izquierda Unida se divertía de una manera que el obispo de Málaga, Dorado, no consideraba ortodoxa, aunque la concejala enseñaba los misterios y esperanzas de su fe. Fue despedida, como su compañera almeriense. Es un problema que, a mi juicio, ha creado el poder civil, la concepción legal vigente sobre las conexiones entre el Estado y las iglesias. La Constitución no tiene religión oficial, pero admite la preeminencia de la Iglesia católica, a la que nombra expresamente sobre "las demás confesiones", las otras. Es una especie de matrimonio burgués antiguo, donde el Estado es el patriarca y la Iglesia de los católicos figura como santa esposa reconocida frente a las posibles amantes innombrables.

Esto podría ser propio de los años posfranquistas de la redacción de la Constitución, un resto de franquismo clerical y catolicismo fervorosamente franquista. Pero es absolutamente moderno, muy del siglo XXI, o así lo sienten nuestros legisladores de hoy: el nuevo Estatuto andaluz, artículo 21, dice que los poderes públicos andaluces "tendrán en cuenta las creencias religiosas de la confesión católica y de las restantes confesiones". En Andalucía todavía existe un lazo de hierro entre desfiles de imágenes de santos y fuerzas armadas del Estado que por las calles escoltan al Cristo.

Dicho esto, también creo que el acuerdo entre el España y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, firmado en la Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, probablemente sea inconstitucional por lo menos en un punto que pone en duda la aconfesionalidad. Estoy pensando en el artículo 1, segundo párrafo: "En todo caso, la educación que se imparta en los Centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana". La educación, creo yo, debería ser respetuosa con la ley vigente. Porque, si por valores cristianos la Santa Sede entiende los valores del papismo, sería preocupante este punto del concordato.

Otros puntos del acuerdo son de sentido común, como ahora ha recordado el Tribunal Constitucional: la jerarquía eclesiástica decide los contenidos de su asignatura de religión. ¿No aumentaría el absurdo español si los funcionarios del Estado hicieran el programa de doctrina católica? Si así fuera, habría, como en China, dos catolicismos, el catolicismo vaticano y el catolicismo estatal. La Iglesia católica, como es lógico, dice cuál es la doctrina de la Iglesia católica. La Iglesia dirige su catequesis (así se llamaba antes "la formación religiosa y moral" que ahora garantiza la Constitución).

Según los acuerdos España-Vaticano de 1979, "nadie estará obligado a impartir enseñanza religiosa", y la enseñanza será impartida por las personas propuestas por la Iglesia. La "misión educativa" (así habla el concordato) de los maestros de catolicismo consiste en propagar un producto religioso. ¿Serían despedidos los vendedores de coches que en privado defendieran modelos de la competencia, aunque lo hicieran al margen del horario laboral? El verdadero problema es que aquí la política tiende a la confusión, entre lo aconfesional laico y el laicismo multiconfesional: decir una cosa y hacer otra, en una palabra. La realidad son las leyes vigentes. Y, apelando a la ley, la Iglesia católica crece, entre la negociación y la movilización, como un sindicato de masas.

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