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Confesionalismo

Es la tendencia a someter la política al credo religioso. Su antónimo es el <laicismo. Los linderos de lo político y lo religioso se borran o se tornan muy tenues para el político confesional. La división entre el Estado y la iglesia desaparece. Se produce un desenfoque total en las relaciones entre el Estado, que es una sociedad total, y la Iglesia como sociedad especial. La religión, que invade todos los ámbitos del Estado, inspira los actos de la vida pública de la comunidad.

Para el pensamiento confesional, la finalidad del Estado no es otra que alcanzar la mayor gloria de Dios en la tierra, como lo quería san Agustín (354-430), o la de ser el instrumento de la educación del hombre para una vida virtuosa y, en último término, una preparación para unirse a Dios, según sostenía santo Tomás (1225-1274).

El Concilio Vaticano I, reunido en 1870 bajo el largo y reaccionario pontificado de Pío IX, declaró que “la Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales en la que los fieles tienen los mismos derechos” y el papa León XIII reafirmó esta política absolutista del Vaticano en su carta Testem benevolentiae, escrita el 22 de enero 1899, en la que rechazó toda posibilidad de democratizar la Iglesia porque, en su opinión, la autoridad absoluta era la única defensa eficaz ante los embates de la herejía.

El mismo papa, en su Encíclica sobre el origen del poder, a finales del siglo XIX, reafirmó el confesionalismo al sostener que todas las potestades, incluidas las políticas, descienden de la divinidad “como de un principio natural y necesario” y que “las que hay en los sacerdotes es tan notorio que proceden de Dios, que los sacerdotes en todos los pueblos son considerados y llamados Ministros de Dios”. De donde desprendió que “es muy importante que los que administran la república deban obligar a los ciudadanos de manera que el no obedecer sea pecado”.

El confesionalismo conduce a la implantación de una religión oficial, excluyente de toda otra, y al sometimiento total del poder político a los designios religiosos señalados por la Iglesia. Desaparece la libertad de cultos para quienes profesan otras religiones.

Hay una diferencia de matiz entre el confesionalismo y el <clericalismo. El primero es la preeminencia de la idea religiosa, que se expresa principalmente en la legislación y en los actos de gobierno antes que en la acción del clero como grupo social. El clericalismo, en cambio, es primordialmente la presencia de la jerarquía eclesiástica en el manejo de los asuntos políticos y administrativos del Estado y la obtención de privilegios de diverso orden para sus miembros.

Las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica han sido muy borrascosas en la historia, sea porque los gobernantes han pretendido utilizar a la religión y al clero como instrumentos de dominación política —y el cesaropapismo es una muestra de eso—, sea porque el clero ha desarrollado apetitos de poder temporal. Lo cierto es que se han producio muchos episodios de turbulencia en esas relaciones.

Vistas la cosas desde una óptica objetiva y al margen de todo prejuicio religioso o antirreligioso, las iglesias de todos los cultos son sociedades especiales, organizadas para la consecución de una determinada categoría de fines: los fines religiosos. Están o deben estar fuera de su alcance todos los demás propósitos humanos, cuya competencia corresponde al Estado como representante de la sociedad políticamente organizada o a las corporaciones especiales que dentro de él operan al amparo de sus leyes.

El Estado es, en cambio, una sociedad total porque enmarca la globalidad de la vida social. Envuelve a la persona en todas sus facetas y le provee para la consecución de todos sus fines. Es además una sociedad soberana puesto que, sobre el grupo humano que regimenta, su autoridad no puede ser disputada por entidad o persona alguna dentro de su territorio. Y no me refiero, por cierto, a las formas totalitarias del Estado, que hacen de éste un fin en sí mismo y obedecen a otro planteamiento, sino a la organización democrática de Estado. Lo que quiero decir es que las iglesias son grupos univinculados, cuya razón de ser es la defensa común de un solo orden de valores y la persecución de una sola categoría de fines: los valores y fines religiosos. El grupo existe a causa de ellos y para su realización. El Estado, en cambio, es un grupo multivinculado. Su misión no es la defensa y conservación de un solo orden de intereses sino de una multitud de valores. Sus miembros están vinculados entre sí por múltiples lazos que se cruzan y entrecruzan. Este complejo sistema de relaciones interpersonales hace del Estado una sociedad total, que comprende a las personas y corporaciones especiales que, como las iglesias y otras asociaciones, persiguen finalidades específicas.

No puede haber, entonces, más que un orden de relaciones entre las iglesias de los diferentes cultos religiosos y el Estado: el de absoluta sujeción jurídica de aquéllas bajo éste; que es el mismo orden de relaciones que existe entre el Estado y las demás sociedades especiales que funcionan dentro de su ámbito territorial y cuya existencia está garantizada por las leyes en tanto no contravengan el ordenamiento público.

No hay que olvidar que el Estado, por el hecho de ser una entidad soberana, asume una posición de supremacía dentro de su territorio y ostenta el monopolio de la coacción física legítima para dar eficacia a sus disposiciones. Por tanto, las organizaciones eclesiásticas, igual que las demás sociedades especiales, están sometidas al orden jurídico estatal y a sus autoridades. La coacción y la coerción son características exclusivas de las normas del Estado. De esto se infiere que, mientras ellas obligan por igual a todas las personas y corporaciones que habitan su territorio, las normas eclesiásticas sólo obligan —y eso moralmente— a quienes profesan un credo religioso. Son, por tanto, dos órdenes normativos diferentes, de los que el del Estado está supraordinado al eclesiástico, puesto que le obliga y condiciona su validez sin estar, a su vez, obligado o condicionado por éste.

Las relaciones entre las iglesias y el Estado entrañan una especial importancia no sólo porque ellas han ejercido en todo tiempo —y antes más que hoy— un gran poder sobre las personas y las sociedades, exigiéndoles obediencia política y pretendiendo restar buena parte de la vida pública de las personas al dominio del Estado, sino también porque las iglesias, consideradas como organizaciones sociales, acusan una mayor duración que la de otros tipos de sociedad. El hinduismo y el judaísmo tienen más de 3.500 años de vida; el budismo, el confucianismo y el taoísmo, cerca de 2.500; el cristianismo 2.000; el mahometismo 1.300; y por este orden, muchas otras religiones tienen larga duración. Esto confiere importancia especial a las relaciones de la sociedad política con los grupos religiosos. (>teocracia)

Rodrigo Borja

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