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Con la iglesia en los talones

En su reciente visita a Brasil el papa Francisco ha defendido la laicidad del Estado que“sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”. Ha destacado la contribución de las grandes tradiciones religiosas que han desempeñado un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia; “la convivencia pacífica entre las diferentes religiones -añadía- se ve beneficiada por la laicidad del Estado”. Si no fueran palabras del Papa, esta afirmación hubiera encendido las alarmas, no sólo en la tridentina jerarquía de la iglesia católica española sino en los conservadores dirigentes del Partido Popular y en muchos de sus militantes que permanentemente han doblado el espinazo ante las exigencias confesionales y nada laicistas de la Conferencia Episcopal, enrocada casi siempre en posiciones nada compatibles con la supuesta laicidad defendida por el papa. Y subrayo “supuesta laicidad”, pues analizando el desarrollo de dicho concepto, en sus palabras confunde el término laicidad con aconfesionalidad. Afortunadamente, ante las próximas elecciones, algunos partidos políticos, como el Partido Socialista y Podemos, en sus propuestas programáticas abogan, entre otras medidas, por aprobar una ley de libertad religiosa, modificando antiguos y obsoletos acuerdos con el Vaticano, con el fin de que cada ciudadano ejerza libremente sus creencias, sin que el Estado laico prime ninguna confesión religiosa, ni la Iglesia católica interfiera. Ante este escenario y por las dos siguientes razones, considero importante incidir en el permanente tema “laicidad, aconfesionalidad y educación”:

A) Los problemas mal cerrados vuelven a aparecer: son recurrentes; y lo son porque el lenguaje con el que se envuelven (laicidad y aconfesionalidad) suele ser equívoco, confuso, cuando no engañoso.

B) Los prejuicios extendidos en muchos sectores de la sociedad española, alimentados por el PP y la jerarquía católica, para quienes sólo los valores morales y sociales están garantizados por la religión católica, con primacía entre otras confesiones religiosas. Esa falsa y equivocada creencia es la razón por la que el desafortunado ministro Wert y el gobierno del PP han introducido en el sistema educativo actual (LOMCE) la religión católica como garante de la vida moral y social de los ciudadanos.

Laicidad y aconfesionalidad:

Apuntaba más arriba que aquellos problemas que no se resuelven bien, continúan siendo problemas siempre recurrentes; y lo son porque el lenguaje con el que se envuelven, si no se explica correctamente, suele ser equívoco, confuso, cuando no engañoso.

En el juego de la política y la sociología, para gran parte de la sociedad (incluyo a dirigentes políticos y a parte de la jerarquía católica) ambos términos generan confusión. Para aclararlo remito al magnífico trabajo del profesor Dionisio Llamazares titulado “Aconfesionalidad y laicidad en la Constitución Española de 1978”. Afirma el profesor, desde el punto de vista del lenguaje ordinario, que si nos atenemos al Diccionario de la RAE, “laicidad y aconfesionalidad no significan lo mismo. Aconfesionalidad significa no pertenencia o no dependencia de los poderes públicos respecto de los religiosos; es decir, implica sólo la separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Laicidad, en cambio, de acuerdo con su significado de origen francés, implica separación y neutralidad que se opone a todo género de desigualdad y discriminación positiva (privilegio) o negativa (penalización o negación de derechos), por razón de creencia o convicción, no sólo de los ciudadanos, sino también de los grupos religiosos en los que por comunidad de creencias se integren”. Aclaro que ninguno de esos términos, ni en su forma sustantiva (aconfesionalidad y laicidad), ni como adjetivos (laico y aconfesional), aparece en el texto constitucional, cuyo punto 3, artículo 16, Libertad ideológica y religiosa, dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. De ahí que, para despejar confusiones, el profesor Llamazares acuda a lo dicho por el Tribunal Constitucional: “Gracias a la labor paciente y sosegada de dicho Tribunal disponemos de una Constitución que describe inequívocamente la laicidad como uno de sus principios superiores; pero, en la práctica, seguimos tropezando con pesadas reminiscencias del pasado confesional en nuestro Ordenamiento e, incluso, avivadas por actitudes intransigentes que creímos ya superadas”. En cualquier caso, lo más importante, como criterio interpretativo, es la finalidad que la ley persigue y que apunta decididamente también en la misma dirección: se pretende superar la dialéctica “Estado laicista (Segunda República)”y “Estado confesional (franquismo)” y que las diferencias de creencias religiosas puedan convertirse en el futuro en motivo de confrontaciones políticas; algo que sólo se podrá evitar sobre la base de la separación sin confusión y de la más escrupulosa neutralidadreligiosa de las instituciones públicas. No es algo distinto de lo que a los católicos les exhorta sin excesivo éxito el mensaje del evangelio, pues el laicismo está bien explicitado en la frase: “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo, 22,21). Desde este supuesto se puede afirmar que la democracia es laica o no es democracia.

Abunda en esta afirmación el profesor de la Universidad de Buenos Aires Marcelo Alegre, en su obra “Laicismo, ateísmo y democracia”: una genuina democracia requiere no atribuir al Estado otra posición que no sea una escrupulosa neutralidad religiosa de las instituciones públicas. El laicismo no es una ideología, es un derecho político que se conquista gracias a las instituciones democráticas y se consolida con más democracia. A su vez, un Estado laico conlleva en sí una ética que, sin negar el papel de las religiones como espacio de formación de valores, deposita en la educación y las leyes los principios éticos de una sociedad no teocrática. Un Estado laico, se expresa en organizaciones y procedimientos “autónomos”, no sometidos a ninguna institución de creencias y de culto. En él, el laicismo se convierte en una forma de vida, en una “segunda naturaleza”, en una nueva y profunda “forma de ser” irrenunciable. La laicidad de los poderes públicos no niega sino que presupone y aun estimula la pluralidad de creencias y convicciones en la ciudadanía; tampoco niega, sino que supone, la libertad de crítica y la competencia intelectual entre diferentes ideologías, postulados políticos y opciones filosóficas.

Norberto Bobbio, el gran filósofo italiano de la política sostenía que “el espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido. La laicidad no puede ser por lo tanto una posición metafísica, religiosa o antirreligiosa, sino una metodología de convivencia entre todas las posiciones”.

El propio Vargas Llosa, tan distante de cualquier opción política, social y económica de izquierdas, escribía no hace demasiado tiempo: “Requisito primero e irrevocable de una sociedad democrática es el carácter laico del Estado, su total independencia frente a las instituciones eclesiásticas, única manera que tiene aquel de garantizar la vigencia del interés común por sobre los intereses particulares, y la libertad absoluta de creencias y prácticas religiosas a los ciudadanos sin privilegios ni discriminaciones de ningún orden. Una de las más grandes conquistas de la modernidad fue el laicismo”.

La naturaleza propia de un Estado laico le obliga a no privilegiar ninguna organización religiosa o laica, en cuando a su desarrollo, práctica o aprovechamiento de recursos o influencia estatal en desmedro de los demás, como expresión de libertad, igualdad y tolerancia. Precisamente, uno de los valores que el laicismo destaca en su raíz humanista es la tolerancia. La UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) recogió en su Declaración de 1995 el significado laico de la tolerancia: “La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. La tolerancia es la virtud que hace posible la paz y contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz. La tolerancia es la responsabilidad que sustenta los derechos humanos, el pluralismo, la democracia y el estado de derecho”.

De ahí que educación y ciudadanía sigan siendo los factores que hacen posible un espacio público de autenticidad tolerante y democrática. Sin embargo, con la LOMCE y bajo el gobierno del Partido Popular la educación se mantiene bajo el control de la jerarquía católica; y la ciudadanía participativa relegada cuando, al llegar al Ministerio de Educación, el incompetente ministro Wert suprimió la excelente asignatura “Educación para la ciudadanía y los derechos humanos”.

Laicidad y educación religiosa

Con el pensamiento moderno de la Ilustración en el siglo XVIII se inició una batalla aún inconclusa contra la influencia abusiva de la Iglesia y los privilegios eclesiásticos. La Iglesia Católica se ha manifestado siempre no sólo como ámbito de fe y preocupación pastoral sino, con excesiva frecuencia, como poder político y económico, capaz de moldear a los propios poderes políticos, especialmente a las derechas confesionales, mostrando ante ellos una importante capacidad de influencia y autoridad en materia de educación, ciencia y cultura. En este juego político en el que se ha movido, la jerarquía católica española ha llegado a la perversión de que exigir una educación laica y denunciar su intromisión en las funcionas propias y exclusivas del Estado, convierte en enemigos a una sociedad, un gobierno o un Estado laicos que se declaren defensores de una real secularización de la cultura, la educación y la vida.

Manteniendo las reflexiones anteriormente señaladas, Vargas Llosa añadía en su artículo que cuando se estableció la escuela pública laica en España -parte en el siglo XIX y parte en los inicios frustrados de la II República- se dio un paso formidable hacia la creación de una sociedad abierta, estimulante para la investigación científica y la creatividad artística, para la coexistencia plural de ideas, sistemas filosóficos, corrientes estéticas y el desarrollo del espíritu crítico. No deja de ser un prejuicio y un gran error -añade el Nobel de Literatura- creer que un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la supervivencia de la religión en la sociedad civil.

Un Estado laico no es enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad; por el contrario, cuando se mantienen separados, la religión tiende de manera gradual e inevitable a “democratizarse”, es decir, cada Iglesia aprende a coexistir con otras Iglesias y otras maneras de creer y a tolerar a los agnósticos y a los ateos. Ese proceso de secularización es el que hace posible una verdadera democracia.

Tenemos claro que el Estado y la sociedad contemporánea, en todas sus dimensiones, se cimentan en la educación y que esta debe sustentarse en leyes propias de un Estado laico, en el que lo público no pierda terreno frente a lo privado. Con los gobiernos del Partido Popular hemos sido testigos del abandono económico y material de la educación pública. Esta, no otra, ha podido ser la principal causa de la permanente crisis conceptual y material de nuestro sistema educativo. Las políticas y prácticas educativas no pueden estar subordinadas a los requerimientos electorales de los partidos en el poder, sin unas ideas claras y definidas de conjunto mantenidas por el consenso y a largo plazo; en cambio, durante estos años de democracia la educación ha estado sometida en buena medida a intereses partidistas, económicos y religiosos. Con la LOMCE la educación ha vuelto a ser uno de los grandes temas y espacios de confrontación. De ahí, que en estos momentos electorales, en el marco de cambio y regeneración que se respira, la defensa de un Estado laico y la reconstrucción de la educación pública deben ser uno de los ejes de coincidencia y consenso políticos y una responsabilidad fundamental en el próximo futuro de nuestra sociedad. Es imprescindible rescatar la laicidad en aquello que la hace verdaderamente valiosa y nos permite reconsiderar los fundamentos de todo lo político: la democracia como fórmula de convivencia que hace de la ciudadanía y no de la fe religiosa, su piedra fundamental. Un Estado laico tiene una estrecha correspondencia con el desarrollo de una educación laica. Ambos conceptos no pueden ser disociados y se fortalecen entre sí. El estudio del hecho religioso y de las religiones, como realidades históricas, sociológicas o culturales, tiene su lógica cabida en el currículo de forma trasversal en materias tales como historia, historia del arte, ciencias, sociología, filosofía… pero no, en un sistema educativo laico, como materia específica.

Desde la dictadura franquista en particular, con algunas excepciones -la del cardenal Tarancón como presidente de la Conferencia Episcopal-, la Iglesia católica ha pretendido mantener intocados aquellos privilegios y mecanismos de poder que la han ubicado casi en exclusiva como una religión confesional dominante. Ello le ha permitido enfrentarse a cualquier gobierno progresista, con la pretensión de ejercer un control moral y educativo, mediante la imposición de normas y privilegios amparados en su pétrea rigurosidad dogmática.

Es una sin razón y una dejación incomprensible de sus obligaciones pretender que la enseñanza religiosa, incluidas su teoría y práctica, se imparta en los centros educativos, en lugar de que quienes enseñen la religión o eduquen en la fe sean las propias parroquias, como obligación prioritaria de la jerarquía católica o de los padres católicos en el seno de las propias las familias; esa fue la tradición y la práctica en los orígenes de la patrística de la Iglesia, cuya responsabilidad catequética era más importante que la propia administración de los sacramentos. Sería recomendable que aquellos católicos y su jerarquía, que defienden con cerrazón los derechos de un Estado confesional, releyesen o leyesen, si no lo han hecho todavía, la Constitución “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II, o las reflexiones de los grandes teólogos que fueron los principales motores de la nueva teología emanada de dicho Concilio; teólogos como De Lubac, Yves Congar, Hans Urs von Balthasar o el cardenal Jean Danielou, que ayudaron e iluminaron a los padres conciliares con sus conocimientos patrísticos y teológicos, se definieron claramente sobre la educación cristiana como la responsabilidad fundamental de la jerarquía y de los padres de familia católicos que quieren que sus hijos se eduquen como creyentes; el propio Danielou en su trabajo sobre “La catequesis en la tradición patrística”, sobre cuya obra, injustamente, cayó un manto de silencio después de su muerte, enfatiza que “la catequesis y la educación religiosa de los creyentes constituye un aspecto fundamental del ejercicio del Magisterio de la Iglesia y de la acción pastoral de las comunidades de fe católicas, incluidas las familias”. ¡Con qué facilidad y escasa responsabilidad la jerarquía y muchas familias católicas se han exonerado de aquella formación catequética, al pretender cargar al sistema educativo con una responsabilidad que en exclusiva a ellos compete!

Decía Giner de los Ríos que “la única religión que debe darse en la escuela es la de la tolerancia y el respeto a los demás”. Pero la educación en la fe y sus creencias dogmáticas, en las propias iglesias y en el seno de las familias creyentes responsables.

¡Pues eso!

Jesús Parra Montero. Catedrático de Filosofía

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