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Cementerios civiles

Este pasado fin de semana, cuando muchos madrileños ponían flores a sus muertos en La Almudena, busqué la tumba del pintor Manolo Millares en nuestro cementerio civil. Había asistido a su enterramiento allí hace ahora más de 30 años. Pero no es que fuera a poner flores en vísperas de difuntos a quien expresó en sus lienzos la España más negra y combatió la dictadura desde el arte con el mayor sentido crítico; a quien pintó con excelencia y pensó por su cuenta hasta el punto de que en buena parte a él se debe la sustancia intelectual de lo que fue el grupo El Paso. No, no fui con flores a Millares, que era más que un laico consecuente un anticlerical en toda regla. Tanto que halló tiempo entre sus altas creaciones con las arpilleras para poner humor y horror en una serie de dibujos de curas en la que resplandece no solo el laico que fue, sino un anticlerical declarado. Algunos de esos excelentes y transgresores dibujos podrán verse próximamente, según me cuentan, colgados de las paredes del Museo Reina Sofía. Pero ya están todos en un espléndido libro, Los curas de Millares, que con texto de José Manuel Caballero Bonald los agrupa en una hermosa edición de La Fábrica, cuidada por su hija Eva. Se trata de unas obras en las que los falos sobresalen de las braguetas de las sotanas en los confesionarios, donde la provocación erótica se mezcla con la política, y que fueron ejecutados en un tiempo de imposible exhibición. Por eso hubo de guardarlos una amiga del artista, Coro Botín, ante el peligro de que los agentes del Régimen los descubrieran en la casa del pintor. No estoy seguro de que en estos nuevos tiempos en los que hasta la censura ha reverdecido no corran nuevos riesgos de ocultación estos desvergonzados curas de Millares. En todo caso, no son historia, aunque también lo son. Quiero decir que no son historia pasada.

Historia pasada sí es, en cambio, ese cementerio civil en el que fue enterrado Millares y al que me llevó el otro día la curiosidad para recordar nombres ilustres y desconocidos de ciudadanos, cuyos cadáveres fueron desterrados a aquel lugar o enterrados allí con orgullo por propia elección. Y digo que ese cementerio es ya historia pasada porque tan honrosa marginación no procede en este tiempo en que todos los cementerios son afortunadamente civiles y donde los restos de cada cual pueden ser enterrados ya con cruz o sin ella. Además, la incineración ha eliminado la obligación de enterrar a los muertos en tierra sagrada o pagana y los crematorios han acabado con la necesidad de ampliar el espacio de los cementerios. Pero después de haber acudido en los primeros setenta al entierro de Millares en el cementerio civil he asistido a muchos otros sepelios de hombres y mujeres que pensaban como él y que fueron, sin embargo, por cuestiones no ya políticas, sino de índole social, simple voluntad de sus familiares, enterrados en cementerio católico con misas o responsorios a los que tal vez hubieran renunciado. No había entonces consulta previa; ahora nos vemos obligados a decidir nuestra voluntad de ser enterrado o quemado y a expresar incluso nuestros caprichos respecto de las cenizas resultantes de la incineración. La incineración ha venido a normalizar la despedida de los muertos. La Iglesia habrá notado, en consecuencia, mucha baja en las misas de córpore insepulto, pero los laicos tienen ya resuelto el modo de despedir a sus muertos a su manera.

Así que tenemos más fácil la celebración común de principios de noviembre que la del 12 de octubre. Quizá porque la muerte nos iguala y la patria nos separa. O porque un funeral es siempre un funeral y un desfile es otra cosa. Lo cierto es que el boato del funeral civil no ha habido que inventarlo como el de las bodas, por ejemplo, y el funeral religioso ha asumido formas propias de esa especie de liturgia laica de la palabra -poemas, cartas, textos de cariño, exaltación y pena- que viene a ser la ceremonia del adiós de los ateos o los indiferentes. Ha costado mucho otorgar dignidad y prestancia a otro tipo de ceremonias civiles, pero ya hay pueblos en los que los alcaldes y concejales casan más que los curas y la gente entierra o quema a sus muertos como quiere. Muchos siguen recordándolos en estas fechas en que la Iglesia ora por sus fieles difuntos o en tantos otros días de particular recordación, pero la costumbre de acudir al cementerio a depositar flores tiene los años contados: para hacer la ofrenda, habrá que peregrinar en el futuro hasta los lugares donde nuestros muertos quisieron que se esparcieran sus cenizas. No obstante, lo peor es otro asunto: que en este país hay todavía muertos sin tumbas y familiares obligados a llevar sus flores a las cunetas de las carreteras.

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