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Católicos y herejes

A quienes hemos recibido una educación católica nos cuesta darnos cuenta de algo tan obvio como terrible: que en el caso del catolicismo, ortodoxia y fundamentalismo son una misma cosa

Hay muchas maneras de ser cristiano, algunas de ellas admirables; pero solo hay una manera de ser católico, puesto que, por definición, católico es quien -y solo quien- acata la doctrina y la autoridad de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Lo cual implica cumplir (o al menos considerar de obligado cumplimiento) los cinco mandamientos de la Iglesia y aceptar tanto sus sacramentos como sus dogmas de fe. La consabida frase «yo soy creyente pero no practicante» tal vez sea admisible en algunos cristianos, pero no en un católico: un supuesto católico que cree poder prescindir de la práctica preceptiva y sacramental, en realidad es un hereje.

Y también es un hereje quien niega o cuestiona cualquiera de los dogmas de fe del catolicismo, entre los que se cuentan la transmisión hereditaria del pecado original, la inmaculada concepción de María, la doble naturaleza (divina y humana) de Jesús, la infalibilidad del Papa, la Santísima Trinidad, la omnipotencia y omnisciencia de Dios, el libre albedrío del ser humano, la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, la resurrección de la carne, la existencia del infierno…

Es decir, un católico cree -tiene la obligación de creer- que todos (menos la virgen María) nacemos en pecado porque Adán y Eva se comieron una manzana; que el Papa es infalible porque tiene línea directa con el Espíritu Santo; que el cielo es un lugar espiritual, pero capaz de albergar cuerpos físicos, como el de Jesús y el de su madre; que Dios es uno y trino a la vez (tres personas y una sola naturaleza); que somos libres a pesar de que Dios sabe de antemano todo lo que vamos a pensar, sentir y hacer a lo largo de nuestra vida; y lo que es infinitamente más grave (y, como matemático, no suelo tomar el nombre del infinito en vano), un católico cree que un Dios justo y misericordioso es capaz de infligir un castigo eterno a seres de responsabilidad limitada como son los humanos: una aberración (tanto desde el punto de vista de la lógica como desde el de la ética) que solo cabe en la cabeza de un demente.

¿Significa esto que, solo entre los cristianos, hay en el mundo unos 1.200 millones de dementes (de los cuales más de 30 millones en el Estado español, donde quienes se declaran católicos constituyen un 72% de la población)? Afortunadamente no, porque si les sumáramos los dementes de otras religiones y creencias disparatadas (como la astrología o la dianética), tendríamos que llegar a la alarmante conclusión de que a la inmensa mayoría de la humanidad tiene el cerebro atrofiado. Lo que ocurre es que, como dice el propio Evangelio, somos «hombres de poca fe», y muy pocos creen realmente y hasta sus últimas consecuencias algunas de las cosas que creen creer. A lo largo de mi vida he tenido ocasión de discutir con cientos de católicos, y he podido comprobar que, en el fondo, muchos se resisten a creer que los pecadores sufrirán en el más allá un castigo eterno; lo cual, insisto, los convierte en herejes, y hasta hace bien poco habrían podido terminar en la hoguera.

Diríase que a quienes hemos recibido una educación católica nos cuesta darnos cuenta de algo tan obvio como terrible: que en el caso del catolicismo, ortodoxia y fundamentalismo son una misma cosa. Eso explica que la Conferencia Episcopal, el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y sus politicastros asociados pretendan impedir que las mujeres decidan lo que hacen con su propio cuerpo (confiando, y esto es lo más alarmante, en la rentabilidad electoral de una aberración comparable a la clitoridectomía o la infibulación).

Y hablando de decidir sobre el propio cuerpo, habría que añadir que quienes pretenden criminalizar la prostitución no son mejores que quienes quieren criminalizar el aborto.

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