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Carta abierta al Arzobispo de Toledo

Los firmantes, profesores del Instituto de Educación Secundaria Alfonso X el Sabio de Toledo, ante la visita del señor Arzobispo, le damos la bienvenida a este Centro educativo en su condición de personaje público y cabeza visible de los creyentes católicos toledanos, a la vez que queremos darle traslado de esta carta abierta.

Nos consta que su visita a este Centro se hace en reconocimiento de nuestra colaboración en la campaña del mercadillo solidario realizada en el mes de diciembre pasado, cuyos fondos fueron entregados a Cáritas. Por tanto, agradeciendo la deferencia mostrada con su visita, queremos aprovechar para reafirmarnos en los valores comunes.

La solidaridad es sin duda un valor compartido, patrimonio común, que aproxima creencias, ideologías y culturas, valor en el que debemos colaborar instituciones, organizaciones y organismos públicos y privados. En ese aspecto, nos veremos caminando siempre de la mano.

Ahora bien, aprovechando la oportunidad que nos brinda con su visita, queremos transmitirle algunas consideraciones.

La educación pública constituye un espacio de encuentro plural, es un vector de convergencia de distintas sensibilidades, culturas y creencias; un patrimonio que no puede ser conculcado ni mermado por las creencias, dogmas o sensibilidades particulares.

Afortunadamente, en nuestra sociedad, existen ámbitos para la fe, para el ocio, o para el desarrollo y disfrute individual. La sociedad democrática ha sido capaz de generar espacios donde la convivencia pacífica se ve enriquecida, merced a la separación de lo privado en esferas aisladas, y espacios de sociabilidad donde compartir los valores comunes. Esa es una de las razones de ser de la educación pública y laica.

En ese sentido, desde los principios de la laicidad y el rigor académico y profesional que definen la educación pública, manifestamos una discrepancia sustancial: estamos en contra de que se utilicen los Centros educativos públicos para desarrollar creencias particulares. Desde el respeto más profundo a las diversas convicciones de la fe, sobre las cuales la razón no debe entrar a debatir, nos parece un desacierto la injerencia en sentido contrario. Sin negar el derecho a difundir los principios de la verdad revelada, nos parece que existen otros escenarios, sin duda más adecuados.

La confusión que supone ocupar el horario y el espacio de la educación pública para la impartición de la Doctrina Católica cuando menos es un error de las autoridades académicas; sin embargo, es aceptado por la Iglesia Católica, con tal de tener un momento y un lugar para impartir doctrina, aunque la equiparación de la asignatura de Religión sea con No Cursa (la nada). Transformar un centro educativo -templo del saber, la razón, la creatividad- en un espacio para la catequización, supone una contradicción esencial.

Por otra parte, esta situación -herencia contaminada- puede constituir un abuso de posición dominante, en tanto en cuanto deriva de una negociación preconstitucional con el poder temporal del Vaticano, a través de la firma de un Concordato, que choca frontalmente con los valores laicos de una sociedad aconfesional, Concordato que está siendo cuestionado, tanto por determinados colectivos católicos como por organizaciones ciudadanas.

La realidad de la España plural se dibuja en nuestros centros, en los que escolarizamos alumnado con diversidad de culturas y religiones. La respuesta educativa no puede ser la impartición de las religiones que profesen cada uno de nuestros alumnos. Ello conduciría a un multiconfesionalismo, lo que contraría a nuestra Carta Magna. La aconfesionalidad de la que han hecho dejación tanto nuestros gobernantes como la Iglesia Católica debe tener una oportunidad.

La laicidad, nuestro punto de partida, ni es ni puede ser entendida como un ataque a ninguna creencia, sino como la solución democrática a la diversidad de creencias y religiones; es el triunfo de la convivencia sobre la base del respeto y las libertades individuales. Por ello, consideramos que la enseñanza de la Religión en los Centros públicos contradice el conocido pasaje del evangelio: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Para ese cometido, la Iglesia Católica dispone de sus templos y parroquias. A mayor abundamiento, la Iglesia cuenta con el privilegio de recibir fondos públicos para el mantenimiento de los centros educativos concertados. Retomando la cita evangélica, que se materializa en los tiempos modernos en la separación Iglesia-Estado, no es admisible que se sufrague la enseñanza de la asignatura con cargo al erario público.

Aún reconociendo la valía personal de todos los profesores que imparten la asignatura de Religión, consideramos una irregularidad el sistema establecido para su provisión y nombramiento, porque se conculcan con él los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Es un despropósito que mientras el profesorado interino del resto de las materias está ordenado en las listas por criterios objetivos consensuados, los de Religión lo sean por el dedo del Ordinario Diocesano, potestad ésta que sería comprensible si se tratara de una actividad extracadémica, que es lo que se propone.

La historia nos muestra los errores cometidos en el pasado, errores que perjudican tanto a la laicidad del Estado, como a la propia dimensión pastoral de la Iglesia Católica. Al Estado, en tanto que hace dejación de su papel neutral, al segregar a los alumnos en función de sus creencias. A la institución que representa, porque la pervierte en su esencia evangélica. La inclusión de la asignatura en la red pública educativa la condiciona y la arrastra hacia intereses y actuaciones temporales que no son los puramente evangélicos. Se ve abocada a la condición de empleador público, con la tentación de actuar como un grupo de presión, al calor de los fondos públicos. Esperamos y deseamos que también el adoctrinamiento en la fe católica se realice libre y voluntariamente en el horario y espacios propios, sin tener que hacerlo compitiendo con la educación pública.

Por mera cuestión de higiene moral, sería razonable una revisión de la situación actual. Evitaría, de una parte, convertir la laicidad, en laicismo, ateísmo o incluso en anticlericalismo. De otra, salvaría a la fe católica del integrismo, y de una posible confrontación con otras confesiones y creencias. Por todo ello, sabedores de su actitud dialogante y receptiva, nos permitimos sugerirle, con los mejores propósitos, que, en su condición de Arzobispo, contribuya a dar una solución digna, razonable y evangélica a este despropósito, heredado del nacionalcatolicismo preconstitucional. Y ambos, Iglesia y Estado ganarían en autenticidad y dignidad.

Deseándole el mejor ejercicio de su labor pastoral, y esperando coincidir en los valores universales, reciba nuestro más cordial saludo.

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