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Carta a los políticos sobre la relación entre el Estado y la iglesia católica

Los sondeos del CIS evidencian una progresiva desafección de la ciudadanía en general respecto a la práctica de la religión católica en nuestro país. Los católicos que se declaran practicantes apenas llegan al 20% de la población. En cuanto a los no creyentes, en el caso de jóvenes y personas con formación universitaria/estudios superiores, su porcentaje llegaría al 50%. No obstante, la presencia e influencia de la iglesia católica en la vida pública española alcanza cotas similares a las que tuvo en las primeras décadas posteriores a la guerra civil. De ahí que, en estos momentos, los no creyentes, agnósticos, ateos o librepensadores en general, nos encontremos discriminados por una serie de leyes y prácticas políticas que distan mucho de lo que correspondería al Estado aconfesional al que hace referencia nuestra Constitución. Leyes y prácticas hechas desde la obediencia a unas creencias que no compartimos, pero que afectan al uso de nuestras libertades, como el derecho a decidir abortar libremente o a la elección de una muerte digna (eutanasia), por poner sólo dos ejemplos. Por eso entendemos que una neta separación entre Iglesia y Estado debe ser una exigencia irrenunciable por parte de la ciudadanía a cualquier gobierno que quiera ser considerado legítimo.

En otro orden de cosas, el estatus del que disfruta la iglesia católica en nuestro país tiene unas importantes consecuencias económicas que afectan a todos los ciudadanos, sean o no católicos, sean o no creyentes. Entre otras, la pervivencia de un anacrónico Concordato con el Estado Vaticano, unido a los múltiples privilegios concedidos a la iglesia católica española, que cuestan a nuestro erario público más de 11 mil millones de euros anuales, lo que supone una carga que los sucesivos gobiernos de la democracia no han hecho nada por reducir. En efecto, además de las exenciones fiscales que ya obtuvo, como no pagar el impuesto por bienes inmuebles (IBI), la iglesia católica española está saqueando nuestro ya mermado fondo de subvenciones públicas, e incluso nuestro patrimonio histórico artístico (es el caso, entre otros, de la Mezquita de Córdoba) ante la pasividad de nuestras instituciones de gobierno. Gobierno que, sin embargo, ha impuesto a la ciudadanía unos recortes que han acabado con el incipiente estado del bienestar al que estaba llegando nuestro país.

Por todo ello, entendemos que nuestros gobernantes deberían garantizar la independencia de nuestros servicios e instituciones públicas y oponerse a la intromisión en ellas de la iglesia católica y a la de cualquier otra confesión religiosa. Para ello, nuestros gobiernos deberían ser absolutamente laicos y defender el derecho a la laicidad de sus ciudadanos, dejando la práctica de la religión en el estricto ámbito de la privacidad y separándola así de todo acto oficial y cívico y dejando la financiación cualquier Iglesia a cargo exclusivamente de sus fieles.

Además, contra la intromisión de la iglesia católica, y de cualquier otra creencia religiosa, nuestros gobiernos deberían promover una enseñanza de calidad basada en criterios científicos, y no en dogmas religiosos, desde la escuela primaria hasta la enseñanza universitaria, deberían invertir en el sistema de salud pública en lugar de otorgar subvenciones a instituciones docentes y sanitarias de carácter religioso. Y establecer el ámbito donde las instituciones religiosas, las que sean, deben, actuar: el ámbito de la vida privada de los ciudadanos. Ámbito que debería estar claramente separado de la esfera pública que financiamos todos los españoles con nuestros impuestos.

Amparo Ariño es miembro del Consejo de AVALL (Associació Valenciana d’Ateus i Lliurepensadors)

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