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Carisma, laicismo, República

La única justificación posible para reconocer la existencia de un rey es que haya sido elegido por Dios. De hecho, mientras Dios existió era él quien los escogía. El famoso pasaje bíblico de Samuel ante Saúl es el que inspira toda una tradición de poder intangible y absoluto asociado a la institución monárquica: el profeta unge la frente del elegido marcando así el carácter sobrenatural de su autoridad temporal. Esa unción de aceite -crisma- es lo que en griego se llama “carisma”, término del que deriva también la palabra Cristo. El rey es el ungido, el escogido en una ceremonia teiscitaria (en oposición a plebiscito) que es, por tanto, inseparable de la aceptación parapolítica de su divinidad por parte de la totalidad de un pueblo. Ante los reyes uno se inclina espontáneamente, sobrecogido por el resplandor que lo ha separado, y lo mantiene separado, del resto de los hombres. El poder de los reyes o es religioso o no lo es, como lo han sabido bien en Marruecos, donde solo ahora, y bajo una presión plebeya muy elocuente, los reyes han renunciado en la nueva constitución a su condición sobrenatural.

Este carisma es lo que los gitanos llaman “duende”: una sustancia exterior intangible que no ha elegido ni el cantaor ni el oyente y ante la cual se arrodillan los dos. Camarón lo tenía. Enrique Morente lo tenía. También -no sé- Um Kalzum, los Beatles o incluso Shakira. No se puede cantar o bailar sin duende. Tampoco se puede reinar sin él. La diferencia, sin embargo, es clara. Se puede -y hasta se debe- mezclar a los dioses con la música, la danza, el arte y también con el fútbol y el sexo, pero cuando se mezcla con la política y se convierte la unción celestial en la fuente de una autoridad política, el resultado se llama “teocracia”. La contradicción radical entre democracia y monarquía presupone una anterior entre monarquía y laicismo. Una monarquía constitucional es, en efecto, un oxímoron: no se puede constituir desde el pueblo un “duende” que lo domine -al pueblo- desde fuera.  El laicismo puede ser dictatorial, pero la democracia solo puede ser laica y, por lo tanto, republicana.

España no es, desde luego, una teocracia. Juan Carlos gozó de una especie de “duende” circunstancial, como heredero de un autócrata semidivino y como catalizador de consensos bellacos en un contexto muy concreto de violencias reales e instrumentales. El “duende” circunstancial, que Juan Carlos además dilapidó obscenamente, no se transmite. ¿De dónde va a sacarlo el hijo? ¿De Dios? ¿Del linaje? La convicción de que los españoles no pueden creer ni en una cosa ni en la otra es la que ha llevado a la “casta” -por utilizar la sucinta cifra de Podemos- a buscar un “acercamiento de la Corona al pueblo”. Pero este “acercamiento” es la aceptación y la aceleración de la muerte del carisma: la autoridad de la corona solo puede estar lejos, cuanto más lejos mejor, y si se la acerca a la plebe es para matarla del todo. Una monarquía moderna es como una iglesia sin crucifijo. Al querer acercar la corona al pueblo sencillamente se la priva de su única legitimidad, que solo puede ser parapolítica y parademocrática.

“Quiero ser el rey de todos los españoles”, manifestó Felipe VI en su coronación, súplica -más que  declaración- emanada de un “querer” que no tiene ningún fundamento en ninguna parte. Cualquier loco podría pretender lo mismo en su lugar. En medio de la chapucera, semiclandestina y vergonzante transmisión del trono, la ceremonia del Parlamento tuvo un aire de representación escolar de fin de curso. Como sabemos los padres, esas fiestas escolares están pensadas y solo tienen sentido para las familias. A los ojos de los extraños están investidas de un aura enternecedora y dolorosamente patética: si no se tratase de niños, se llamaría “vergüenza ajena”. Solo la familia (y la casta) podía no sentir vergüenza ajena el pasado 18 de junio ante ese señor disfrazado de Capitán General que se proclamaba a sí mismo, sin preguntar, “rey de los españoles”. De hecho esta expresión, “rey de los españoles”, suena ya tan mitológica, pomposa y casi paródica como la de “rey de los siete reinos” pronunciada por los Baratheon en Juego de Tronos.

Felipe VI pretende justificar su papel invocando “la independencia de la Corona, su neutralidad política y su vocación integradora ante las diferentes opciones ideológicas” que “le permiten contribuir a la estabilidad de nuestro sistema político”. En democracia, la “independencia” por encima de los “conflictos ideológicos” debe estar depositada en el Tribunal Constitucional y en el poder judicial y cualquiera otra o es redundante o es amenazadora -porque es extrajurídica y extrapolítica-. La única “independencia” que podría alegar Felipe VI lo sitúa fuera del propio orden constitucional, en el terreno del “duende” y la religión. Pero Dios, si existe, ya lo hemos dicho, no elige, no puede elegir a los gobernantes. Los reyes, por tanto, no existen.

Cuando llegue la República, seguirá habiendo reyes ante los que nos arrodillaremos: cantaores, bailaores, amantes, hasta futbolistas. Habrá “reyes del rock” y “reyes del balón” y llamaremos “mi rey” o “mi reina” a nuestros enamorados y “príncipes” y “princesas” a nuestros hijos. Es bueno que la cursilería y la exaltación puedan recurrir a este regio patrimonio verbal. Pero ninguna autoridad política democrática podrá pedirnos que nos arrodillemos ante ella, ni siquiera figuradamente. La paradoja es ésa: que un rey es alguien ante cuyo “duende” uno se arrodilla; un rey que no puede obligarnos a arrodillarnos no es un rey. La ceremonia privada del pasado 18 de junio revela de hecho que ya no tenemos rey. Es muy probable que cuando se publiquen estas líneas no haya llegado aún la República, pero en realidad a Felipe la historia -y la casta- lo han destinado a enterrar una institución que permanece muerta e insepulta desde el 14 de abril de 1931.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 33, JULIO DE 2014

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