El desplante de los obispos ante el informe del Defensor sobre la pederastia ofrece una oportunidad histórica a la derecha católica española para mostrar su indignación de creyentes por la resistencia a la contrición de sus autoridades espirituales
La ejemplaridad de la jerarquía católica española ha vuelto a resplandecer en el cielo de la piedad y la misericordia cuando ha visto las orejas al lobo feroz, el de verdad. Tiene toda la razón del mundo al juzgar inverosímil, inaceptable e incluso impía la cifra que ha ofrecido el Defensor del Pueblo sobre las posibles víctimas de los abusos de eclesiásticos sobre aquellos sujetos —niños y niñas, adolescentes y adolescentas— que estuvieron a su cargo para ser sus guías espirituales, las personas con las que se confesaban, aquellos a quienes los padres asignaban con plena confianza un papel de protección y orientación en la vida futura. Son proyecciones tan inasumibles —más de 400.000 posibles víctimas— que a nadie ha de sorprender la reacción del cardenal Juan José Omella, ofendidísimo por la lacra que cae sobre la Iglesia católica lanzada por una institución pública y sin que el despacho de Javier Cremades (& Calvo Sotelo) haya tenido la posibilidad de parar el golpe, no sé, atenuarlo un poco o compensarlo de algún modo, sobre todo a la vista de la fe inquebrantable que seguramente guía al abogado, dada su afiliación conocida al Opus Dei.