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Cañizares y el Anticristo

Está salido últimamente Monseñor. Que si hay que desobedecer las leyes basadas en la igualdad de género; que si los refugiados son el Caballo de Troya de Europa; que si toca denunciar la ofensiva laicista, reaccionar frente al feminismo destructor o el imperio gay… Básicamente, el problema de Cañizares es que confunde su manera de pensar con la ley.

Dice Nietzsche (1844-1900) en su Anticristo que el sacerdote vive, objetivamente, de auspiciar la desgracia de los demás. No le falta cierta razón. La idea de culpa y castigo, nos dice, se inventa contra la liberación del hombre respecto al sacerdote. Desde la lógica religiosa, sólo el hombre culpable, pecador en origen, desgraciado, puede apelar a los fundamentos que justifican la actuación sacerdotal: “El instrumento del poder del sacerdote es el pecado. Dios perdona a quien hace penitencia, o por decirlo con claridad, a quien se somete al sacerdote. El sacerdote necesita que se peque; precisa y desea también el sufrimiento de los demás. Se erige en legítimo intérprete de la voluntad de Dios. Llama reino de Dios a una situación en la que es él, quien determina el valor de las cosas. Con un frío cinismo, valora a los pueblos y a los individuos tomando como medida el grado en que favorecen o perjudican su supremacía; la supremacía de los sacerdotes”.

Cabe también que algún sacerdote ya sólo aspire a amargar la vida a los demás. Tampoco a Nietzsche se le escapa esta posibilidad. Frente al miedo, el temor, la negación de la humanidad, de la vida misma, el bigotudo alemán defiende el nihilismo, el superhombre, el eterno retorno de nuestra afirmación: “El sacerdote busca hacer al hombre desgraciado. Cuando el hombre no sitúa en la vida su centro de gravedad, sino en el más allá, en la nada, se le despoja de todo cuanto es. La inmortalidad personal le quita al instinto todo lo que tiene de razón, de naturaleza. Desde ese momento, todo lo que hay en los instintos de beneficioso, de favorecedor de la vida, despierta desconfianza. El sentido de la vida se convierte entonces en vivir de manera que ya no tenga sentido vivir”.

Sin duda, el siglo de Nietzsche fue un tiempo convulso. La religión, el feudalismo, las monarquías absolutas, llevaban gobernado el mundo durante siglos y en menos de una centuria, la filosofía, el relativismo y la ciencia se abrieron camino. Perfiles como los de Cañizares, y otros insignes prelados peninsulares, sintieron de pronto perder su influencia. Desde entonces viven, si cabe, más enojados.

Es lógico que quienes se autoproclaman intérpretes de Dios se enojen. Hace falta mucha cara dura para hacerse acreedor a una verdad revelada. La desfachatez se presenta cuando además, se dicen capacitados para interpretarla. Incluso para un creyente honesto consigo mismo, ¿quién podría proclamar conocer a Dios de tú a tú, sino un farsante? Pues Cañizares está convencido de conocer a Dios mejor que usted. Nos lo advertía Lutero: por mucho que se disfrace un sacerdote no sabe más de la divinidad que los demás.

Si pudieran, quién sabe si seguirían quemando a la gente en la hoguera. Su problema es que ya no pueden; por eso hacen los conciertos para jóvenes, las acampadas y todas estas cosas… Pero hemos de mostrarnos comprensivos; condescendientes. No es que esta tipología de personas haya perdido el juicio. Siempre han existido; siguen siendo los mismos que en tiempos siniestros. Son incógnitas psicológicas. Personalidades sin resolver. Salen poco. Cuando lo hacen miran a los lados con afán escrutador; todo lo observan. Al tiempo sienten que se están perdiendo algo pero no saben qué. Sólo buscan amar. Seguir amando al prójimo sin descanso. ¡Tienen tanto por dar!

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