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Camino del Calvario

Las reacciones suscitadas por la sentencia de un juez de Valladolid que, requerido por algunos padres de un colegio público, ha ordenado retirar el crucifijo de sus aulas en aplicación del principio constitucional, me parecen una clara muestra de las dificultades que tiene nuestro país no ya para aplicar sino incluso para entender lo que significa el laicismo democrático.
 
 Como era tristemente previsible, los dignatarios eclesiales han proclamado que se trata nada menos que de un ejemplo señero de «cristofobia», grave enfermedad que según ellos aqueja a nuestras autoridades y a buena parte de la ciudadanía. Menos radicales, otros se han molestado en explicarnos los valores culturales y morales que representa el Cristo crucificado y que lo hacen digno de estima incluso para quienes no son creyentes. El PP ha señalado que no se inmiscuye en el asunto en litigio, aunque a ellos (es decir, al partido, no sé si también a cada uno de sus miembros) no les molesta en absoluto el crucifijo. Y el Ministerio de Educación, una vez más salomónico pero cuyas minas intelectuales no parecen las del rey Salomón sino más bien las del Rey Salmonete de la película de Abbot y Costello, ha preferido que sea en cada caso la mayoría de los padres del centro la que decida si se mantienen o no en las aulas los símbolos religiosos. En fin, un auténtico recital de confusión, quizá inspirado en algunos casos -aunque evidentemente no en todos- por esas buenas intenciones que según el refranero suelen pavimentar a veces la ruta equívoca hacia el infierno.
Lo primero que convendría aclarar es que el fondo institucional del asunto nada tiene que ver con el aprecio o desprecio personales que nos merezca a cada uno el símbolo de la Cruz. Eso es cosa que depende de las vivencias y sensibilidad de cada cual, de las creencias de unos en lo que puede salvarnos y de la creencia de otros en que debemos salvarnos de ciertas propuestas de salvación. Nada en ningún caso que pueda imponerse al prójimo; y tampoco tiene nada que ver con el respeto al símbolo, porque la primera muestra de respeto es darle importancia y tomárselo en serio, lo cual equivale a no considerarlo como mero adorno indiferente ya sea para exigir su presencia o para pedir su retirada. Por aportar un testimonio personal recurriendo al hombre que tengo más a mano (como diría Unamuno), a mí tampoco me molesta en absoluto el símbolo de la crucifixión. En mi cuarto de trabajo tengo una sencilla cruz de plata que me regaló mi madre, con el ruego de que la conservara siempre: y desde luego no pienso en mi vida separarme de ella. Uno de mis mentores intelectuales, Nietzsche, nada beato por cierto, pese a escribir un libro llamado 'El Anticristo', seguía considerando al final de sus días la imagen de Cristo en la cruz como realmente sublime y firmaba sus últimas cartas como «el Crucificado». Pues bien, ninguno de esos afectos familiares o culturales me hace desear ver crucifijos en las aulas de la escuela pública, es decir: en la de todos. Ni tampoco desde luego imágenes de Buda o símbolos religiosos de otras creencias, aunque en sí mismos no me incomoden en absoluto.

O sea que opino exactamente lo opuesto que mi amigo Javier Elzo, cuando sostiene: «¿Una escuela libre de símbolos religiosos? No, rotundamente no. En estos tiempos de multiculturalidad, de encuentro de diferentes credos y religiones, yo veo una escuela pública, laica, en la que esté presente el crucifijo, sí, la media luna también y, en general, los símbolos religiosos de los alumnos que conformen ese centro docente. Sin olvidar, por supuesto, la simbología del no creyente (por ejemplo la paloma de la paz u otra)» ('El crucifijo en la escuela?', DV, 5-12-08). Compadezco al centro escolar que siguiendo este criterio deba hacer sitio además en el aula a un tótem apache o a un moai de la Isla de Pascua. Este abrumador guirigay de santería -en cuya confusión, por cierto, todo el mundo tomaría a la paloma de la paz por el Espíritu Santo- puede responder a las mejores intenciones pero desde luego no tiene nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con el laicismo democrático.

Porque lo propiamente laico no es conceder relevancia pública a toda creencia religiosa, sino deslindar el espacio institucional público del ámbito privado de la fe o de la ausencia (y en su caso crítica) de cualquier fe. Lo primero que debe aprender el alumno al entrar en la escuela es que hay una esfera en la vida social que responde solamente a convenciones, estudios y razonamientos estrictamente humanos, compartidos por todos y que no necesitan refrendo sobrenatural ni aceptan censura de igual procedencia. Asumir dogmas religiosos o refutarlos es una opción intelectual a la que todo el mundo tiene derecho pero no se trata de un deber para nadie ni mucho menos para el conjunto de la sociedad. La polarización de España que a justo título teme Javier Elzo responde precisamente al olvido de este planteamiento y no a su puesta en práctica. Lo que menos podemos desear es un batiburrillo escolar de creencias opuestas y negaciones de las mismas (no olvidemos que cada creyente es ateo del resto de los dioses) que multiplique las banderías en nombre de la multiculturalidad en lugar de establecer los límites de la cultura democrática que todos debemos compartir. Lo cual ocurriría, por cierto, si -según parece desear el Ministerio de Educación- la presencia de símbolos religiosos o su ausencia se decidiera por votación entre los padres y alumnos de cada uno de los centros.

Resguardar a los educandos de tales enfrentamientos, que para los menores no suelen ser opción personal sino herencia familiar, es precisamente una de las funciones de la educación pública. Que naturalmente debe verse prolongada y confirmada con la ausencia de símbolos religiosos en otros campos institucionales, para evitar privilegios y malentendidos que enturbien la distinción entre lo necesariamente común y lo legítimamente particular. En teoría no parece tan difícil de entender pero por lo visto estamos condenados a no verlo reconocido eficazmente de hecho jamás.

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