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Brasil, pastores y política

La segunda vuelta electoral en Brasil tiene como protagonistas a pastores de grupos neopentecostales. El último miércoles, los dos candidatos, Fernando Haddad y Jair Messias Bolsonaro, compartieron actividades de campaña con grupos religiosos integrados a redes evangélicas de diferente origen. Fe y política se entremezclan en la campaña electoral con niveles crecientes de disputa, en el marco de un clima neoliberal que excluye de toda espiritualidad y lazo social a quienes más requieren esperanza.

Amplios sectores sociales, sobre todo los más vulnerables, tienden a refugiarse en rituales y en sus respectivas redes emocionales, que otorgan un salvoconducto frente a la irracionalidad, la violencia y las carencias cotidianas que ofrecen los modelos económicos imperantes.

La restauración conservadora en América Latina se insinúa como una reacción exasperada contra la inclusión de amplios sectores populares y los concomitantes cambios en las relaciones sociales que estas mutaciones generan. Los sectores hegemónicos, acostumbrados a disfrutar de privilegios históricos, se han visto desafiados en las dos últimas dos décadas por iniciativas políticas impulsadas por organizaciones progresistas que han empoderado a numerosos grupos subalternos.

En ese marco, las derechas del subcontinente más desigual del mundo (América Latina) han decido ajustar y coordinar todo su armamento cultural y simbólico para evitar la continuidad de unas alteraciones que rechazan por considerarlas como antinaturales: para estos sectores reaccionarios la inequidad debe ser garantizada, como expresión del orden y única garantía del crecimiento económico. Para cumplir ese objetivo todas las contribuciones son válidas. Incluso aquellas que provienen de las confesiones religiosas.

La profusión de pastores e iglesias en América Latina muestra la clara diferencia entre los modelos pentecostales, nacidos a principios del siglo XX, y las versiones neopentecostales que irrumpen a mediados del siglo XX. Estos últimos grupos reivindican una teología de la prosperidad individual a cualquier costo, alabando la desigualdad y endiosando el dinero. Por el contrario, para los pentecostales tradicionales, no hay prosperidad posible en el egoísmo ni en la celebración del becerro de oro, ejercicio que consideran la síntesis de una comunidad envilecida. Sus modelos organizacionales también difieren: en el caso de los pastores que apoyan a Bolsonaro, que son mayoritariamente integrantes del movimiento neopentecostal, su feligresía se estructura mediante un mecanismo piramidal. En ese marco, cada líder carismático controla un territorio mediante la colocación de subalternos que deben rendir pleitesía (y recaudación) a sus jefes obispales superiores.

El ex capitán del ejército mantiene un estrecho vínculo la Iglesia Universal del Reino de Dios, propietaria de la cadena de radio y televisión Record, dirigida por el obispo Edir Macedo, quien ha hecho campaña por el ex militar. Otro de los pastores vinculados con esa red de apoyo a Bolsonaro es el diputado y pastor brasileño Marco Feliciano, quien en una recordada misa celebrada en 2017, explicó que los tres balazos recibidos por John Lennon por parte de su asesino, Mark Chapman, tenían inscriptos en sus casquillos los nombres de la santísima trinidad: el padre, el hijo y el espíritu santo.

Las políticas de inclusión social implementadas por Lula, el kirchnerismo, Rafael Correa, el chavismo, Michelle Bachelet y el Frente Amplio en Uruguay, han desatado los demonios exasperados de las elites autoritarias y conservadoras. Empresarios como Macri, Piñera o Duque ven cómo Jair Messias Bolsonaro converge con ellos con la particularidad del exacerbado discurso militarista dictatorial (de los años ’60 y ’70 del siglo pasado), ofrecido como solución a la crisis neoliberal producida por la hegemonía financiera, de la que los únicos beneficiarios son los conglomerados trasnacionalizados.

El anarcocapitalismo, basado en la desregulación del mercado de trabajo, las aperturas externas asimétricas y la priorización la inversión extranjera por sobre el ahorro local, ha generado profundos niveles de desestructuración social. La correspondiente incertidumbre cotidiana (acompañada por la volatilidad de los mercados) brinda pingües ganancias a quienes han logrado blindarse mediante el acceso a divisas. Su contracara son los constantes estados de desesperación que sobrellevan los trabajadores, que sufren la precarización laboral, la amenaza de desocupación, la flexibilidad o la sobreocupación. En el marco de esa dramática incertidumbre cotidiana se superpone el fantasma de la violencia urbana. Frente a esa situación, uno de los mecanismos de defensa colectivo al que han apelado los sectores más castigados es la participación en redes de contención emocional dispuestas a proporcionar una clara esperanza compartida.

En Brasil las iglesias neopentecostales ganaron adeptos en las últimas décadas gracias a dos factores convergentes. El primero: la progresiva reducción y desaparición de las comunidades eclesiales de base vinculadas a la iglesia católica, otrora instaladas en las barriadas populares de las grandes urbes, expresivas de una teología de la liberación. Estos agrupamientos se habían multiplicado en América Latina como continuidad a la labor de los curas obreros europeos y el empuje recibido por la Conferencia Episcopal Latinoamericana, realizada en Medellín en agosto de 1968.

En ese cónclave se convocó a los sacerdotes y a las feligresías a realizar una opción por los pobres de la tierra. La otra motivación de la ocupación territorial de los grupos pentecostales se explica por el vacío dejado por el Estado y las redes de activismo social, que exhibieron gran dificultad (o ineptitud) para hacerse presentes en los sectores poblacionales más vulnerables, que conviven con redes mafiosas que además son cómplices de organismos de seguridad.

Esta realidad obliga a los sectores progresistas a acciones yuxtapuestas: impedir el etiquetamiento homogeneizador que amontona a todo el pentecostalismo en una misma esfera indiferenciada, y recapacitar acerca del rol de la espiritualidad (religiosa o no) como un soporte de construcción de esperanzas, pasible de ser utilizado en la disputa política. Sería ingenuo dejarle la fe a quienes hacen de ella un negocio al servicio de los poderosos.

Jorge Elbaum, Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico

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