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Bolsonaro y la Biblia que exige la muerte de los adúlteros y homosexuales

Al presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro, no le gustó la idea de su hijo, el diputado federal Eduardo, de someter a referéndum la pena de muerte para algunos crímenes. Le molestó que, días antes de su toma de posesión, se trasladara a la prensa un tema tan espinoso. En Twitter escribió, con su estilo tajante y lacónico: “Además de estar en la Constitución, no forma parte de mi programa. Asunto cerrado”.

Es importante esa postura del nuevo presidente, en cuyo Gobierno es aún una incógnita el tema de las libertades y de los derechos humanos. Brasil es una de las mayores democracias mundiales que respeta la laicidad del Estado y defiende los valores de la vida. No es, sin embargo, un secreto que existen en el Congreso fuerzas importantes dentro de la llamada “bancada de la Biblia”, que añora un Estado teocrático que declare que el poder no emana del pueblo, como afirma la Constitución, sino de Dios. Se trataría de arrastrar al país hacia un estado al estilo de algunos de los países islámicos.

Bolsonaro es llamado también el “presidente de la Biblia”, por ser un católico que entró en la Iglesia Evangélica en la que hoy milita. Suele levantar en sus manos los textos de la Constitución y de las Sagradas Escrituras juntos. Una de las mayores fuerzas electorales que le aupó a la presidencia fue, sin duda, la de los evangélicos que le votaron casi en masa. Y no es extraño que ahora quieran pasarle la factura.

Si Brasil gobernase con la Biblia y no con la Constitución nos encontraríamos con no pocas sorpresas como el poder condenar a muerte no sólo a todos los asesinos sino también a los adúlteros, a los homosexuales y a los que osaran adherirse a otras confesiones, consideradas idólatras.

Quienes coquetean con la idea de que Brasil cambie la Constitución y sea considerado un estado “confesional”, es preciso que sepan que el Dios bíblico está ampliamente a favor de la pena de muerte. “Quien vertiere sangre de hombre, su sangre será vertida por otro hombre” (Gn.9,8) Es decir, quien mata debe morir.

Toda la Biblia está cargada también de peticiones de penas de muerte para los pecados contra el sexo y la infidelidad conyugal: “Si un hombre comete adulterio contra la mujer del prójimo serán castigados con la muerte el adúltero y la adúltera” (Lev.20,10). Contra lo homosexualidad: “Si un varón se acuesta con otro varón, como se hace con una mujer, ambos han cometido una abominación. Han de morir. Su sangre sobre ellos” (Lev.20,13). Contra la bestialidad: “El que yaciere con bestia, morirá” ( Ex.22,10)

Y no sólo el Antiguo, sino también el Nuevo Testamento mantiene la pena de muerte. Conociendo los fariseos la magnanimidad de Jesús con los pecadores, quisieron tentarle para ver si se oponía a la pena de muerte, que era ley de Dios. Según el evangelio de Juan, le llevaron a una mujer “sorprendida en adulterio”, arrastrada por un puñado de hombres. Le recordaron que la ley manda matarla por lapidación. “¿Tu qué dices?”, le preguntan. Jesús no responde, pero sabe que dicha ley, sancionada en el Libro del Levítico, manda matar también al adúltero. Así les dice a aquellos hombres que quien de ellos estuviera “limpio de pecado”, empezara a apedrearla. Se fueron todos. Jesús la perdonó. ¿Dónde estaba el adúltero?

Duró poco aquella postura de Jesús contra la pena de muerte. Sus seguidores, desde Pablo hasta nuestros días, defendieron que los gobernantes podían seguir imponiendo la pena capital. Así lo defendieron desde San Agustín a Santo Tomás. Y todos los papas hasta hoy. Hace sólo unos días el papa Francisco, quebrando una tradición milenaria de la Iglesia, ha corregido el catecismo católico aboliendo la pena de muerte “bajo cualquier circunstancia”. Hasta Francisco, no sólo la Iglesia permitía a los gobiernos imponer la pena de muerte, sino que ella misma la ejerció con la Inquisición cuando mandó quemar vivos a miles de herejes. Más aún, desde 1929, el pequeño Estado del Vaticano, mantuvo la pena de muerte en su legislación interna. La abolió Pablo VI en 1969 después de la apertura del Concilio Vaticano II.

La afirmación de Bolsonaro de que él será fiel a la Constitución laica brasileña que prohíbe la pena capital al igual que la mayoría de los gobiernos de las democracias occidentales, es una garantía contra los temores que levanta su mandato. Habría que deducir de sus palabras que no piensa estimular las tentaciones teocráticas de las iglesias que lo han llevado al poder. Si es sincero, debe empezar, sin embargo, por seguir controlando las ínfulas iconoclastas de sus hijos. Deberá hacerles entender que a partir del 1 de enero, el único presidente del país, es él.

Sólo así Brasil podrá seguir siendo un estado laico, moderno y democrático. El desafío no es pequeño. Este país, corazón económico del continente latinoamericano, es una de las mayores democracias mundiales. Abandonarlas para sumarse a las que pretenden desenterrar la vieja ley del talión, del ojo por ojo y diente por diente, significaría un paso atrás en las relaciones internacionales que afectarían a la propia economía. Una economía hoy desangrada y que condena, esa sí, a la pobreza y hasta a la miseria, a millones de brasileños, preocupados más que con la pena capital con su propia supervivencia. Ellos son los hijos del olvido y la indiferencia. ¿Cabe pena peor? Son ya muertos vivos.

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