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Bolivia y la venganza del racismo, clasismo y fanatismo religioso

Después del golpe de Estado en Chile, (1973), hemos podido descubrir en toda su crudeza cómo el odio de los ricos hacia los pobres es infinitamente mayor que el de los pobres a los primeros: un poderoso y adinerado no puede vivir sin las cosas materiales, pues son consubstanciales a su esencia, y sin ellas sólo es un “alienígeno”, (a quien tanto teme la señora del Presidente actual).

En la normalidad y cotidianidad, mientras “la nana” guarda los niños, las “señoras” viajan y compran artículos suntuarios y de marca, (joyas, vestidos carteras…), el jardinero cuida las exóticas plantas, y una “china” pasea la mascota, y los guardias municipales y privados los protegen de los portonazos, nos encontramos en el mejor de los mundos posibles.

En la historia de Bolivia – como una colonia cualquiera – quienes mandaban eran los blancos, descendientes de los conquistadores españoles, y una que otra vez llegaba un mestizo a la presidencia del país, (como Andrés de Santa Cruz), y se alternaban en el poder Presidentes civiles y dictadores militares, (entre estos últimos, Hugo Bánzer Suárez y García Meza; incluso, hubo una mujer en la presidencia de la república antes de ser elegida a la primera magistratura Michelle Bachelet, y un militar izquierdista, Juan José  Torres).

Las mujeres con polleras, “las cholas”, eran marginadas, analfabetas y, ni siquiera, tenían derecho a voto, (los más racistas las acusaban de hacer sus necesidades amparadas por la pollera). Quizás los únicos descendientes de pueblos originarios a quienes consideraban seres humanos eran los mineros sindicalizados en la Central Obrera Boliviana (COB), cuyo líder histórico fue Juan Lechín.

Bolivia tuvo una revolución social, (1952), dirigida por Víctor Paz Estensoro y Hernán Siles, encaminada a lograr la nacionalización del estaño y la reforma agraria. Este Movimiento Nacionalista Revolucionario traicionó de tal manera al pueblo que hoy sólo representa apenas el 0,5% de la votación.

Hay dos plagas en la historia de las izquierdas: las revoluciones a medias, que llevan al fascismo, y las traicionadas, que terminan por decepcionar al pueblo y hundirlo en la desesperanza aprendida. En Bolivia, una vez hecho efectivo el reciente golpe de Estado contra el Presidente Evo Morales, surgió en los derechistas la necesidad de vengarse de lo que ellos consideran una humillación por haber tenido que soportar, durante catorce años, a un Presidente aimara y, además, cocalero, y un vicepresidente – según ellos – comunista fanático -. Cuando el odio y el miedo se acumula explota como lo haría una olla a presión: el primer día, la Presidenta facciosa e ilegítima trató en forma miserable y racista a campesinos e indígenas, a quienes conminó a volver al charco. Para rematar la actitud racista, los policías golpistas se despojaron violentamente de la Wipahala, símbolo de los pueblos indígenas, humillando a la mayoría de los ciudadanos bolivianos.

La Presidenta autoproclamada, Janina Áñez, sin quórum y con una biblia en mano, y en nombre del pobre Dios, (no tiene la culpa de ser usado indiscriminadamente para justificar un criminal e ilegítimo golpe de Estado), juró respetar la Constitución, en medio de llantos fanáticos, propios de una ramera evangélica recalcitrante; (hasta María Magdalena, cuya existencia fue inventada por un Papa degenerado <no tiene nada que ver con la apóstol, María del Magdala>, pero en la biblia es presentada como más digna y arrepentida al lavar con sus lágrimas y secar con sus cabellos los pies de Jesús).

La intervención norteamericana, que nadie puede negar en el derrocamiento de Morales, es tan evidente que el mismo Trump lo confiesa al regocijarse con la caída del Presidente boliviano.  De la OEA y su Secretario General, Luis Almagro, más vale no hablar, hoy no es más que “una casa de remolienda” en la cual los embajadores de Colombia y Brasil se dedican a cambiar los pañales a Donald Trump, muerto de miedo ante impeachment por parte de los demócratas.

El pueblo boliviano es muy corajudo: durante estos últimos días ha bajado de El Alto al Hoyo, la Ciudad de la Paz, (alrededor de la Plaza principal, Murillo, se encuentran El Palacio Quemado y las dos Cámaras del Parlamento), fuertemente custodiada por la policía y apoyada por el ejército para contener a los manifestantes que, en masa, rechazan el gobierno fraudulento de Janina Áñez.

Ayer, 15 de noviembre, pudieron sesionar los dos tercios de la Cámara y del Senado, eligiendo como presidenta del senado a una mujer de El Alto, y de la Cámara a un representante de este mismo barrio. Según la Constitución boliviana, le corresponde al Congreso Pleno el aceptar o rechazar la renuncia del Presidente y del vicepresidente de la República, y de aceptarla tiene que elegir una nueva Mesa, tanto del Senado, como de la Cámara de Diputados.

En el orden de sucesión, el primer lugar para ocupar la presidencia de la república recaería en la presidenta del Senado y, el segundo lugar, al presidente de la Cámara. Bolivia hoy se encuentra en un vacío de poder, pues para algunos Áñoz sería la Presidenta y, para otros, la senadora y actual representante del Partido MAS, elegida ayer, en asamblea de senadores.

En política, el vacío no puede permanecer por largo tiempo, y la salida a esta crisis no puede ser más apocalíptica: una guerra civil, un gobierno militar o, bien una posible restauración fascista, evangélica fanática, racista y clasista, que sería el preámbulo de una masacre de los pueblos milenarios, (Francisco Pizarro sería un ángel si se le compara, por ejemplo, con  Luis Fernando Camacho, fanático religioso, más criminal que los protestantes que quemaron, por ejemplo, a Miguel Servet, y además, condenaron a Juan Jacobo Rousseau).

Rafael Luis Gumucio Rivas

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