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Blasfemia

Siento cierta unidad de destino en lo universal, como se decía en otros tiempos, con Salman Rushdie. Cuando vino hace décadas a España para presentar su primer libro Hijos de la medianoche,editado por una incipiente Alfaguara, nuestro querido Jaime Salinas ofreció el acostumbrado cóctel en Torres Blancas y allí descubrí que prácticamente habíamos nacido el mismo día del mismo mes y año. Compartíamos desde la cuna un mismo astro desastrado, lo que más tarde nos deparó incomodidades semejantes en nuestro itinerario vital (el suyo mucho más glorioso, pero también más amenazado que el mío, desde luego). Nos tocó padecer la inquina de brutos con armas y sin humor.

Por eso he leído con mayor interés que otras veces su último libro, Joseph Anton (Mondadori), en el que narra con bastante prolijidad su vida de perseguido por la supuesta fetua de Jomeini. El título es el seudónimo que eligió para su semiclandestinidad, formado por los nombres de dos de sus autores favoritos, Conrad y Chéjov. Llamó “supuesta” a la fetua porque por lo visto estrictamente no fue tal, según explica Sadik Jalal al Azm en el interesante ensayo que dedica al caso de Los versos satánicos en su libro Ces interdits qui nous hantent (Parenthèses). Este pensador sirio es un caso insólito en el mundo árabe, porque se declara ateo y ha escrito una Crítica del pensamiento religioso. En su texto sobre Rushdie da cuenta de algo poco conocido entre nosotros, los numerosos y arriesgados apoyos que la libertad de expresión del maldito encontró en destacados autores de países mayoritariamente islámicos. Y señala que el escándalo persecutorio es resultado de la globalización, cuando el anuncio de un supuesto agravio religioso recorre el mundo en cuestión de minutos.

Tras Los versos satánicos vinieron las caricaturas danesas de Mahoma y más recientemente la película satírica contra el profeta, nuevas caricaturas y por supuesto reacciones violentas. Como en el caso de Rushdie, no han faltado también hoy quienes culpaban a los “provocadores” de la persecución en su contra: en su día me hubiera gustado poder dejar de leer en represalia a tales apoyos de los inquisidores, como John Le Carré, pero ya había tomado esa precaución antes por causa del aburrimiento. Otros, en cambio, defienden estas obras ofensivas —aunque las consideren en ocasiones mediocres— en nombre de la libertad de expresión. No creo que sea el enfoque más adecuado. También la libertad de expresión tiene límites legales, a los que se puede apelar para repudiar ciertos abusos. Lo inaceptable es la desproporción del castigo que exigen los fanáticos para tales “blasfemias”, la pena de muerte para ellos y sus compatriotas. También en los países occidentales se castiga el robo —por lo menos algunos…— pero no cortando la mano o la cabeza a los ladrones. En cualquier caso, las democracias no pueden aceptar que “pecados” como la blasfemia se conviertan en delitos, como pretenden imponer los teócratas, ni mucho menos delitos capitales…

En el otro extremo, hay ciertas expresiones abusivas que no reciben más escarmiento que el repudio de las personas decentes, como en el caso del programa de TV3 en el que se tiraba al blanco contra el Rey y un periodista. Me recordó otro que vi en la misma cadena hace unos meses, en que un tipejo presentaba —con un niño como introductor— un juego de la oca basado en los “agravios” de España contra Cataluña y el modo de defenderse de ellos, ante una tertulia de autosatisfechos mangantes. Algo dice esa programación de cómo se ha llegado al “espontáneo” antiespañolismo de algunos catalanes… Por cierto, las bellas almas no dejan de repetirnos que cada ofensa al nacionalismo multiplica los independentistas; me pregunto si, en reciprocidad, ciertas muestras de antiespañolismo zafio hará que algunos reconsideren sus convicciones… Probablemente no: en el nacionalismo rige lo que Ferlosio llamó la moral del pedo, para la que solo huelen mal los de los otros.

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