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Banderas a media asta por la laicidad

La Semana Santa es siempre el marco en el que en España se evidencia de forma más dramática la tensión entre la aconfesionalidad del Estado y la práctica pública de los ritos católicos

Ha sido esta última semana rica en efemérides. La más evidente congrega año tras año a una comunidad mundial de millones de personas, para rememorar su semana de pasión. Son habituales esas tremendas escenas en los telediarios, observando cómo de literalmente se rememora el martirio de Cristo según el lugar, o cómo en otros sitios se ha ido transformando en una combinación pintoresca de devoción y espectáculo (con fuertes derivadas turísticas).

La Semana Santa es siempre el marco en el que en España se evidencia de forma más dramática la tensión entre la aconfesionalidad del Estado, consagrada en el artículo 16 de la Constitución, y la práctica pública de los ritos católicos. Es cierto que a veces cuesta dirimir cuándo nos hallamos ante un hecho religioso en el que la administración acaba contaminándose de confesionalidad, o cuándo el enorme poso de la religión católica en nuestra cultura hace que el fenómeno histórico y etnográfico sea imposible de deslindar de la misma.

Un buen ejemplo de esto último es todo lo que rodea a la celebración de la Navidad y normalmente el sentido común suele funcionar bastante bien para guiarse por estas procelosas aguas. Y luego nos hallamos ante administraciones civiles, que fuerzan su propia conducta para crear problemas donde en principio no los hay, o para ahondar en los ya subyacentes.

Esta ha sido también la semana en la que el calendario contenía el 14 de abril. No quería dejar de detenerme en esta importante fecha. Porque sí, tal día es nada menos que el aniversario de la proclamación de Septimio Severo como emperador romano, en el 193. Tras la extinción de la dinastía antonina, Roma se instaló en un tiempo de caos absoluto, guerra civil y anarquía –en un momento conocido como “el año de los cinco emperadores”–. En no demasiado tiempo, el general romano consiguió acabar con sus rivales y alzarse con la victoria definitiva, restaurar la tan apreciada “moral romana”, estabilizando la vida política y militar en el Imperio.

Y no es por morbo por el que cito a Severo (con su leyenda negra contra el cristianismo) en plena Semana Santa. Es que su ascenso trata, nada menos, que de la primera vez que un africano de origen (de Tripolitania) se hizo con la púrpura, dándole pleno significado al concepto de ciudadanía romana. Pese a lo llamativo que resultaba su latín con acento púnico, nadie cuestionó su pretensión como ciudadano romano, aún procediendo de una provincia africana y de una etnia bereber. Será su hijo Caracalla el que generalice la ciudadanía romana definitivamente, para todos los habitantes libres del Imperio.

Es curioso que, en las avanzadas democracias de Occidente y casi 2.000 años después, tras el humanismo y la ilustración, sigamos a vueltas con el concepto de ciudadanía. Esa pretensión de construir sociedades homogéneas cultural y etnográficamente, como sinónimo de fortaleza, siguen haciendo que a una parte importante de la población le produzca ampollas la diversidad.

Es habitual leer o escuchar cómo los medios de comunicación, se refieren a los hijos o a los nietos de personas procedentes del Magreb que emigraron a Europa, como “marroquíes de segunda generación”, “argelinos de tercera generación”. No importa que hayan nacido en aquí, ni aún que sus propios padres ya lo hicieran, les seguimos regalando la condición de ajenos. No importa que sean ciudadanos de derecho, todos los días los “europeos de origen” les recordamos su condición de hecho.

Decimos no entender por qué algunos “no se integran” y no acabamos de comprender que la respuesta a todas las tribulaciones siempre ha sido la misma: ciudadanía; Estados de Derecho que resuelvan todas las relaciones con sus habitantes en la clave derechos-deberes, derivado de la condición de ciudadanía. Un Estado laico para quien el origen o la confesión de cada ciudadano no sea relevante para la relación entre ambos.

Y sí, por supuesto, el 14 de Abril también es el aniversario de la proclamación de la II República Española, en 1931. Su Constitución, desde luego, era mucho más concluyente acerca de la laicidad del Estado que la actual. Eso no impide, de ninguna manera, concluir que nuestra aconfesionalidad implica necesariamente la aplicación radical de la laicidad en la actuación de los poderes públicos. Ello es una garantía no solo para quienes no profesan la religión católica (o ninguna otra confesión), sino también para los propios practicantes. Esto último lo ha venido manifestando repetidamente el Papa Francisco en sus alusiones a la cuestión.

Es cierto que nuestra Constitución, tras declarar la aconfesionalidad del Estado, hace una especial referencia nominal a la religión católica. Ello tiene por cuenta nuestra tradición cultural, pero es obvio también que se trata de un “desenganche suave” del nacionalcatolicismo de la etapa franquista. Precisamente por ello, son los poderes públicos quienes tienen que extremar el celo en la garantía de la estricta laicidad en su comportamiento. Sin angustias temporales, sin necesidad de forzar nada, pero dando pasos siempre hacia delante y nunca hacia atrás.

Esta Semana Santa hemos visto cómo el Ministerio de Defensa ordenaba poner a media asta la bandera en los cuarteles del Ejército, en señal de luto por la muerte de Cristo. El PP camina como el cangrejo en un asunto que la tristemente fallecida estos días, Carme Chacón, dejó resuelto con el Real Decreto 684/2010. La ministra socialista, con tacto y habilidad, consiguió que ciertas prácticas desaparecieran de los cuarteles, dando otro paso en el sentido correcto. Este PP, que en su mayoría absoluta y en su minoría aplastante se sigue comportando con la misma arrogancia sectaria, ha movido hacia atrás las manecillas del reloj. Precisamente por nuestra propia historia, es en ámbitos como el Ejército donde el celo por los símbolos debería ser mayor. Un Ejército que hoy es multiétnico y multiconfesional. Todo.

Si alguien dudaba de por qué desde la izquierda no se debería haber permitido otro Gobierno de Rajoy, lo sucedido con este tema debería bastarles para despejar definitivamente las dudas. Si alguien dudaba de la absoluta necesidad de construir una alternativa real y mayoritaria a esta ofensiva conservadora, ahí tienen su respuesta. Donde está una imagen, sobran mil palabras.

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