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Autobuses ateos en Barcelona

Se despedía el año catastróficamente –retumbaban explosiones que se oían desde la cumbre sagrada del monte Sinaí– cuando a una asociación cívica se le ocurre publicitar el ateísmo en los flancos de los autobuses barceloneses.
Ya tuve ocasión de comentar, en las acogedoras páginas de este diario, la iniciativa de otra asociación pareja, inglesa, para hacer publicidad atea en los autobuses londinenses (8 de septiembre del 2008). Mi argumento de fondo era que, en una sociedad libre, no se debe excluir el derecho de los teoescépticos a hacer uso de ella.
Antes de que los elementos más reaccionarios se rasguen sus rancias vestiduras ante la primera iniciativa europea de propaganda atea en la calle –tras Londres, como ya se ha dicho– convendría que nos explicaran, por poner solo un ejemplo, por qué no hacen lo propio ante la abundante publicidad de los lupanares que ofrecen señoritas exóticas en la prensa más bienpensante del país. Que dieran buena cuenta de por qué no se oponen a la venta de publicaciones supersticiosas –las llamadas esoté- ricas– o por qué no condenan el proselitismo que ejercen determinadas sectas religiosas de evidente peligrosidad para los ciudadanos ingenuos. Sobre todo, convendría saber qué derecho asiste a estos enemigos de la libertad de pensamiento para condenar a los ateos a que callen su visión del cosmos y la vida.
Uno no puede esperar demasiado de personas que, en otro orden de cosas, sostienen que la evolución de la humanidad es fruto del diseño inteligente de un ser esencialmente externo a su propia creación. (La falacia providencialista fue ya denunciada a finales del siglo XVII, convincentemente, por Benito de Spinoza). Su diseño inteligente incluye a Tamerlán, Gengis Kahn, Adolf Hitler, Iósif Stalin, los jemeres rojos, la Santa Inquisición y demás amantes de la humanidad.
Hay una profunda afinidad electiva –poco obvia, es cierto– entre creer en semejante diseño y disputar el derecho de unos buenos ciudadanos a manifestar su teoescepticismo.

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