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Aulas y púlpitos

La formación religiosa no es una asignatura. Podría serlo si tuviese como objetivo una historia de las mitologías o algo así, en cuyo caso los profesores serían elegidos como el resto: por razones académicas, no designados por el obispado.

Hay que suprimir cuanto antes los acuerdos de España con la Santa Sede

Los partidos laicos deben detallar de nuevo la oferta de Educación para la Ciudadanía

El otro día vi una tertulia televisiva en la que remaché mi convicción de que nuestros políticos en ejercicio actuales son frecuentemente mediocres, pero que peor será cuando dentro de poco gobiernen los tertulianos. El tema era el litigioso asunto de la asignatura de Religión en la escuela. Se oyeron las cantinfladas de siempre. “Nosotros somos partidarios de la laicidad, no del laicismo, que no es lo mismo”, decía, pedagógica, la representante socialista. En efecto, no es lo mismo: la palabra castellana es “laicismo”, mientras que “laicidad” es un galicismo no aceptado por la RAE hasta fecha muy reciente (que, por cierto, define laicismo de forma cuidadosamente errónea). De modo que o laicismo o laicité: lo de “laicidad” podemos dejárselo a los clérigos, que se trabucan en cuanto hay que nombrar algo referido a la libertad de conciencia.

Otro contertulio, más de derechas pero no más diestro, recordaba que España es un Estado aconfesional, no laico, de modo que el laicismo le parecía anticonstitucional. Supongamos que “aconfesional” no sea un eufemismo por “laico”, que es como lo suele entender la gente bienintencionada, sino que significa “sin una confesión religiosa privilegiada, aunque reconociendo el hecho religioso y favoreciéndolas a todas”. Bueno, sin duda entonces recogerá tanto las actitudes religiosas positivas como negativas. Santo Tomás de Aquino, el cardenal Newman y Juan Pablo II fueron pensadores religiosos (de muy distinto calibre, claro) como también lo son Nietzsche, Freud y Richard Dawkins (ídem).

No es arriesgado asegurar que la postura religiosa mayoritaria en las democracias occidentales entre científicos, humanistas, etcétera, es la incredulidad, cuando no hostilidad, sobre los dogmas eclesiales: los más favorables los consideran un lenguaje poético que puede inspirar conductas solidarias y compasivas… pero también todo lo contrario. De modo que una aconfesionalidad consecuente obligaría a incluir junto a la enseñanza religiosa otra asignatura que explicase escepticismo, críticas a las creencias eclesiásticas, etcétera… Demasiado para el ya sobrecargado programa escolar de los tiernos infantes.

Se invocaron en la discusión, como no podía ser menos, los acuerdos con la Santa Sede. Urge suprimirlos ya, puesto que ahora a nadie sorprendería tal decisión y sin embargo escandaliza a muchos el empeño en mantenerlos. Su contenido contradice evidentemente la aconfesionalidad constitucional y encierra una paradoja no respecto a la religión sino respecto al Vaticano. ¿Estamos hablando de un Estado propiamente dicho o de una especie de parroquia de proporciones y pretensiones imperiales? Si nos lo tomamos en serio como Estado, resulta que es la única teocracia vigente en suelo europeo, antidemocrática puesto que no respeta en sus elecciones a cargos públicos, derechos humanos fundamentales como la igualdad de los sexos o la libertad de conciencia, que se ha negado a firmar algunos de los tratados más importantes sobre estas cuestiones suscritos por las democracias de todo el mundo. ¿Por qué tiene España que mantener acuerdos privilegiados con semejante entidad, que representa lo contrario de lo que deseamos para las instituciones de nuestro país y de Europa? Pero quizá su apariencia estatal es sólo un disfraz histórico para esa gran parroquia antes mencionada. Entonces no hay nada que objetar a las peregrinaciones y reconocimientos piadosos que recibe, pero resulta inaceptable que dicte, por medio de acuerdos privilegiados, normas que afectan a la organización de nuestra educación y otras instituciones militares, penales, etcétera… en contra de la aconfesionalidad proclamada. Se tome como se tome, son lazos comprometedores que conviene cuanto antes disolver discreta y amistosamente.

Nuestra Constitución reconoce el derecho de los padres a optar por la educación de sus hijos más acorde con sus convicciones, pero este es un punto que si se renueva la Carta Magna convendrá aclarar. Porque sería inaceptable que ese derecho incluyese la enseñanza de nociones anticientíficas como el creacionismo en lugar de la teoría de la evolución o la diferencia de derechos cívicos entre varones y mujeres, como quieren algunas doctrinas piadosas. Las familias tienen derecho a educar a sus hijos según sus preferencias… dentro de la oferta escolar establecida. El punto importante aquí es que, ni optativa ni obligatoria: la formación religiosa no es una asignatura. Podría serlo si tuviese como objetivo una historia de las mitologías o algo así, en cuyo caso los profesores serían elegidos como el resto: por razones académicas, no designados por el obispado. Para que los niños reciban formación religiosa no hace falta que la estudien en el colegio, véase lo que ocurre en países laicos como Francia (modélica en tantas cosas). A este respecto se fomentan errores interesados. Una entrevista publicada por Abc (23 de octubre) con Tibor Navracsics, comisario europeo de Educación, llevaba el siguiente titular: “Hay que garantizar el derecho a elegir la asignatura de Religión”. Pero lo que el entrevistado decía, líneas más abajo, era: “Un sistema educativo tiene que ofrecer el derecho a elegir y garantizar a los padres la elección del mejor modo de educar a sus hijos”. C’est pas la même chose.

Este asunto no es cosa menor, un incordio electoral para hacerse elprogre. En la situación actual de Europa y del mundo, es un tema vital saber cómo vamos a educar a los ciudadanos para que en una sociedad mercantilizada no tengan que buscar el “suplemento de alma” exclusivamente en dogmas religiosos. Con desparpajo ofensivo, el portavoz de la Conferencia Episcopal señala que nos amenazan dos peligros, el laicismo y el fundamentalismo. El segundo provoca matanzas, está de sobra visto, y el primero, según él, quiere extirpar la religión de la vida pública (otra mentira: el laicismo reconoce el derecho de los creyentes a manifestarse en público pero a título privado, no institucionalmente).

Es el momento de que los partidos laicos detallen de nuevo la oferta de Educación para la Ciudadanía, en lugar de esa asignatura de “Inteligencia emocional” que coinciden en reivindicar C’S y Podemos (lo cual demuestra que Chesterton tenía otra vez razón: es más difícil luchar contra las nuevas supersticiones que contra las antiguas, lo mismo que es más difícil vencer a un joven que a su abuela). No olvidemos que en el torticero argumentario contra la Educación para la Ciudadanía del ministro Wert jugó un papel importante el manual escrito por los luego promotores de Podemos Luis Alegre y Carlos Fernández Liria, cuyo radicalismo intemperante y bastante bobo se convirtió, como en otras ocasiones, en el mejor aliado de los reaccionarios. Por nuestro bien y nuestro futuro esperemos que, a partir del 20-D, las cosas se planteen mejor.

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