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¿Ateos? ¡Qué va! Pero querían un Estado laico en México y lo consiguieron

La maledicencia creció hasta transformarse en una ­leyenda negra, en un mito: no sólo eran comecuras; eran ateos, deseaban socavar la creencia del pueblo mexicano y arrebatarle algo de lo más preciado que tenía: su fe. Aquel documento “maldito”, la constitución que lograron promulgar en febrero de 1857, era el instrumento perverso que, aunado a las otras leyes emitidas en el gobierno de Ignacio Comonfort, minaba el catolicismo mexicano. Ésa era, con algunos rasgos de estridencia, la versión que de la reforma liberal sostenían tanto los militantes del partido como la jerarquía de la Iglesia católica, ­todos ellos personajes que veían lesionados sus intereses, su peso social y su autoridad moral.

La manipulación ideológica se convirtió en la estrategia esencial ­para volcar al pueblo contra la reforma liberal. Uno de los grandes encontronazos ocurrió cuando se dispuso que todos los empleados del ­gobierno tendrían que jurar lealtad a la nueva carta magna. ­Llegado ese punto, la Iglesia se opuso terminantemente, y lanzó la amenaza: todos los que se atrevieran a ­jurar la constitución de los liberales ­serían excomulgados.

El conflicto íntimo, personal, de muchos mexicanos debe haber ­sido enorme. Criados en un catolicismo sencillo pero sólido, de repente, por un diferendo que tenía más de político que de religioso, veían peligrar, nada menos, la salvación de sus ­almas. No era cosa menor. ­Durante siglos, los novohispanos que ­luego se convirtieron en mexicanos ­habían dejado en sus testamentos cuantiosos legados para que se dijeran cientos, miles de misas para asegurarles una corta estadía en el purgatorio y un tránsito al cielo. Y, si no tenían dinero, plasmaban su última voluntad y apelaban a la ­caridad cristiana, para que gente piadosa les diera una última ­limosna y no los dejaran cociéndose a fuego lento siglos y siglos, para ­purgar sus pecados antes de tener acceso a la gloria.

De golpe, la profunda autoridad moral que tenían los párrocos se vio gravemente lesionada. La estructura de poder y dinero que empezaba por el señor arzobispo y se acababa en el cura de la más humilde parroquia del país peligraba y la respuesta fue violenta.

Entre las muchas cosas que se dijeron de los hombres que ­diseñaron la reforma liberal, sobresalía la acusación de ateísmo, cuando lo cierto es que, en el mejor de los casos, tal etiqueta solamente podía acomodarle a dos de los personajes más llamativos del partido liberal: Ignacio ­Ramírez, el famoso Nigromante, quien, a pesar de proclamar la inexistencia de Dios, firmó una constitución que, precisamente comenzaba diciendo “En el nombre de Dios”, y que, en su producción literaria ­tiene algunos poemas religiosos. Ocampo, que es uno de los ideólogos esenciales de la Reforma, no se resistió a que sus hijas —a las que por otro lado, no reconoció legalmente— fuesen bautizadas.

¿Quiénes eran los demás, gente como Francisco ­Zarco, Guillermo Prieto, el propio Juárez? Creyentes y ­católicos; en el peor de los ­casos no practicantes o escépticos de algunas facetas de la vida ­religiosa. Pero vistos en sus texturas más personales, eran seres humanos con valores que incluían la religión. Y ésas son historias muy poco conocidas y aún menos trabajadas por los investigadores.

EL ENTIERRO DE VALENTÍN GÓMEZ FARÍAS. Valentín Gómez Farías era una especie de referente moral de la generación de la Reforma. En sus repetidas gestiones como vicepresidente de la República había intentado crear instituciones liberales que una y otra vez fracasaron, o bien por la rabiosa oposición del conservadurismo y la iglesia, o porque el presidente Antonio López de Santa Anna regresaba, retomaba el poder y echaba para atrás los ­esfuerzos de don Valentín.

Eso no impidió que Gómez Farías mantuviera su militancia liberal. Viejo y enfermo, fue el primero que juró, entre vítores, lealtad a la Constitución de 1857.

El gusto no le duró mucho. Vivió poco más de un año después de la promulgación de la carta magna, solamente para ver cómo Comonfort la desconocía y se iniciaba la guerra de Reforma.

Fallecido a mediados de 1858, hubo de sufrir una afrenta post mortem: los párrocos de los dos templos del pueblo de Mixcoac, donde él vivía, le negaron la sepultura en los camposantos, como correspondía al “ateo” que había incurrido en excomunión al jurar la Constitución. El pobre de Gómez Farías, o lo que de él quedaba, hubo de ser enterrado en la huerta de su casa, donde se quedó varios años. Como ­remate, sus detractores hicieron correr una leyenda: a la medianoche, un carruaje enlutado, tirado por caballos negros con ojos de fuego, aparecía, llevando el alma ­condenada de don Valentín.

LA BODA DE FRANCISCO ZARCO. Francisco Zarco, Pancho Zarco para sus colegas y contemporáneos, periodista y político, iba a casarse en los días previos al proceso de elaboración de la Constitución de 1857. Pero había un pequeño detalle que subsanar: Luisa Elorriaga, su prometida, era hija del padrino de bautizo de Zarco. Por tanto, existía entre ellos lo que se llama “parentesco espiritual”.

Para hacer las cosas de manera correcta, como cuadraba a la cultura de la época y a sus propias creencias, Zarco inició, en la arquidiócesis, el trámite necesario para obtener la dispensa eclesiástica, es decir, el “permiso” de la Iglesia católica para casarse con la muchacha en cuestión. Los documentos aún se conservan en el archivo histórico de la arquidiócesis primada de la Ciudad de México. Si Zarco hubiese sido realmente ateo, habría estado en un grave problema, no habría tenido manera de casarse con su prometida hasta la institución de la ley del matrimonio civil, unos cuantos años después.

Como detalle, era Zarco quien más claro tenía, en los debates de la Constitución del 57, que la solución era declarar la libertad a profesar la religión que cada quién eligiera, pero muchos de sus correligionarios la pensaron dos veces para votar el artículo. Uno de ellos, Guillermo Prieto —liberal con fama de ­radical—  sugería, junto con otros diputados, dejar en la constitución algo así ­como la promesa de que el Estado mexicano “protegería” la religión católica; es decir, otro que no era ateo. Precisamente por esos desacuerdos entre creyentes, ese artículo no se quedó en la constitución liberal.

DESDE LUEGO, JUÁREZ. Es una anécdota muy repetida aquella que narra cómo, en la boda de su hija mayor, Manuela, Benito Juárez llevó a su hija al templo, a casarse con Pedro Santacilia, y luego se encaminaron a concretar el matrimonio civil. También se conocen las cartas que ­escribía, en los días de la guerra de intervención, a su esposa, Margarita Maza, refugiada en los Estados Unidos, pero hay detalles interesantes: en algunas de esas misivas, le ruega a Margarita que ponga a sus hijos varones a estudiar, pero, por favor, se apliquen a temas de ciencia y de filosofía. Mucho mejor, escribía don Benito, que dedicarse a rezar, actividad que les sería mucho menos provechosa.

Pero hagamos a un lado la ­dimensión familiar y veamos lo que Juárez dispuso en las leyes liberales que se emitieron en el verano de 1859 en Veracruz, concretamente en la Ley sobre reducción de días festivos, emitida para evitar el ­cierre de tribunales, oficinas de ­gobierno y comercio con cada fiesta parroquial, como había ocurrido hasta entonces. Solamente dejó, en calidad de día festivo, una decena de fechas, la mayor parte, fiestas de la religión católica, a saber, los  (días de guardar), el día de Año Nuevo, el “jueves y viernes de la Semana Mayor”, el jueves de Corpus, el 16 de septiembre, el 1 y 2 de noviembre, la fiesta de la virgen de Guadalupe (12 de diciembre) y  la Nochebuena (24 de diciembre). Eso sí, eliminó la obligación de que los funcionarios del gobierno asistieran a los oficios religiosos de esas fechas.

Como remate, Juárez firmó aquella ley, para su publicación, dirigida al secretario de gobernación, Melchor Ocampo. La última frase del documento dice “Dios y Libertad”.

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