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Afganistán y, al mismo tiempo, Francia

Un país como Afganistán pareciera no tener remedio. ¿Llegará el día en que su pueblo se pueda liberar del yugo talibán? ¿Es mínimamente viable una sociedad en la que a las mujeres —la mitad de la población— no se les permite trabajar ni recibir educación después de los ocho años? ¿Qué niveles de bienestar puede alcanzar una nación regida por el más escalofriante oscurantismo? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que esté ocurriendo algo así en estos tiempos? ¿Cómo entender esta descomunal regresión histórica? ¿Cómo explicar la existencia misma de parecido fenómeno?

Emmanuel Macron, el presidente de la República francesa, demostró una ejemplar claridad de pensamiento al dirigirse a aquellos conciudadanos suyos que rechazan las vacunas y que, contagiados de negacionismo —por lo pronto, y en espera de que les sea trasmitido todavía un virus mucho más pernicioso—, cuestionan inclusive que el SARS-CoV-2 sea real: “Francia es el país de la Ilustración, de Louis Pasteur y de la ciencia”, les dijo, (palabras más, palabras menos, con el permiso de ustedes, porque no estoy citando textualmente sino ayudado de mi precaria memoria). Se refirió, con ello, a los innegables avances de la modernidad en directo antagonismo con el imperio de la superstición que pregonan, de manera tan incomprensible como absurda, algunos desobedientes ciudadanos. Gente que, miren ustedes, merecería tal vez habitar los territorios sojuzgados por los tenebrosos talibanes en lugar de sacar provecho de las bondades abastecidas por la democracia liberal.

Estamos hablando, justamente, de una extrema distancia en el espectro de lo público: la que separa a Francia, una nación que adoptó el laicismo en 1905, de la siniestra teocracia afgana que se ha instaurado en estos días. Y, a la vez, de las libertades que debieran ser garantizadas al ciudadano moderno, de los derechos del individuo soberano y del simple humanismo al que aspiramos los pobladores de este planeta.

El elemento más estremecedor de la realidad afgana es el terror: latigazos, ejecuciones, torturas… y todo en nombre de Alá, aunque su profeta no haya nunca puntualizado que la crueldad deba ser consagrada como método supremo para asegurar la idolatría de los fieles. No, no hay ningún remedio a la vista.

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