Los países musulmanes viven de forma desigual el duro mes de abstinencia
Algunos musulmanes palidecen al pensar en el Ramadán que les espera. Después de más de tres décadas, el sagrado mes del ayuno vuelve a caer en agosto por segundo año consecutivo, en medio de un calor bíblico en todo Oriente Próximo. Ni comida, ni bebida, ni sexo ni tabaco desde el amanecer hasta la puesta de sol. Todo un reto teniendo en cuenta que a las 19.30 horas todavía hay luz en Beirut, El Cairo o Jerusalén. Pero en eso consiste el tercer pilar del Islam. Ramadán es sinónimo de fe, pero también de autocontrol y de identificación con todos aquellos que siguen la doctrina del profeta.
Ante los rigores impuestos este año por el calendario, los horarios de trabajo se modifican. En los territorios palestinos los funcionarios acaban una hora antes, mientras en muchas empresas se acorta la jornada entrando a trabajar un poco antes y suprimiendo el receso de la comida. En el golfo Pérsico los cambios son más acusados. Se trabaja por la tarde y por la noche. Un dentista, por ejemplo, abre la consulta a las tres de la tarde y cierra poco después de la seis para el iftar (la comida con la que se rompe el ayuno). Completa la jornada entre las once de la noche y las dos de la madrugada.
Ramadán es una gran fiesta social y familiar. Las calles se engalanan de luces y farolillos y en los mercados reaparecen los dulces y las bebidas reservadas para el mes del ayuno. Es cierto que se pasa hambre durante unas horas, pero nunca se come tanto como en el mes sagrado. Cada iftar es un festín pantagruélico por donde desfilan parientes y amigos. Se abre siempre con agua o té y unos dátiles, siguiendo la tradición atribuida al profeta, para dar después paso a un desfile de sopas, ensaladas, arroces y carnes.
En pleno verano, cuando todo parece a punto de detenerse, el mes sagrado es sed y calor en el Magreb, pero desde los sectores más conservadores se pide a gritos rigurosa abstinencia hasta para acudir al mar. El Partido Islamista de Justicia y Desarrollo (PJD) pretende llevar a cabo campañas para evitar que las mujeres acudan con poca ropa a la playa. Los islamistas piensan que es una depravación moral.
«La playa es haram (lo prohibido) durante el Ramadán y eso lo respetamos. Para mi familia el verano terminó en julio», manifiesta Fatija Melaini, una marroquí de corte progresista y con aires de modernidad, pero con una vocación al ayuno irrevocable.
Imagen de un mercado de Bagdad. EFE / Ali Abbas
Huir del país
Mientras que hay musulmanes como ella que lo disfrutan como unas semanas en las que se renuevan las relaciones familiares y se vive la espiritualidad con mayor plenitud, otros cuentan los días que faltan para que termine: «Es demasiado duro. No hay nada que hacer y el calor es insoportable», comenta la argelina Zaida Hauria.
Ella no puede, pero los díscolos que disponen de medios viajan al extranjero para escapar a la enorme presión social. «¡Libertad! ¡Viva el jamón y el vino!», escribe en Facebook la marroquí Ibtissame Lachgar nada más poner los pies en España. «Con o sin Ramadán, todos somos marroquís, argelinos o tunecinos», responde Najib Chaouki, un joven marroquí que lucha para que se despenalice el incumplimiento del ayuno, una petición por la que ha recibido amenazas de muerte por internet.