Se acaba de aprobar la despenalización del aborto, bajo ciertas condiciones, en el Uruguay. Mientras tanto, del otro lado del Río de la Plata, el debate sigue cajoneado (por el oficialismo, cabe decirlo) en el Congreso, pero se encuentra cada vez más vivo en la sociedad. Los argumentos a favor y en contra son muchos y sería extenuante intentar discutir sobre todos ellos, pero quien escribe quiere solo remarcar uno que no ha encontrado lo suficientemente representado en el debate y que cree lleva al nudo (o a una parte del nudo) de la cuestión.
Después del hallazgo del título de “Ley de matrimonio igualitario”, en vez de sus previas denominaciones, como matrimonio gay, u homosexual, sorprende un poco que muchas horas de escuchar sobre la despenalización del aborto en medios argentinos y uruguayos no haya permitido oír ni una sola vez la definición de esta ley de despenalización del aborto como “Ley de aborto igualitario”. Sin embargo eso es fundamentalmente lo que sería, es decir, una ley cuyo espíritu es el de reducir la desigualdad enorme entre los abortos de las mujeres/niñas/adolescentes de bajos recursos y el aborto de las que no lo son; reducir la desigualdad de condiciones en las que se realizan los abortos pero también de las tremendas consecuencias del aborto “pobre” contra las del aborto “no pobre”.
Hay que partir de la realidad concreta: todas las mujeres decididas a tener un aborto, tienen un aborto. De una u otra manera. Las que pueden, lo realizan profesionalmente, en condiciones médicamente óptimas; las que no, intentan remplazar esa situación ideal por lo mejor a que pueden tener acceso. Esto último varía, pero suele ser un aborto hecho por gente no profesional, muchas veces inescrupulosa, sin cuidados médicos e higiene mínimos. Las que no pueden pagar ni siquiera eso, intentan practicárselos ellas mismas, poniendo en riesgo su vida. La cuestión fundamental es el acceso a la igualdad de condiciones en las que se realizan esos abortos.
Hay quienes hablan de la no penalización como una cuestión de igualdad de género. Sin embargo, además de ése y otros tantos argumentos a favor de la despenalización, debe remarcarse también que el efecto de la penalización es una mayor desigualdad social.
Algunas de las consecuencias de la criminalización del aborto son las muertes de mujeres de bajos ingresos. Pero detrás de cada mujer muerta están además las consecuencias sociales: la tragedia familiar de la muerte de una hija, una hermana, una amiga, una novia, una esposa; de la muerte de una madre, de chicos pobres que pierden a su mamá y quedan a cargo de un familiar o terminan en orfanatos. Niños que pierden no solo los brazos que les dan cariño cada día y los ayudan a sobrellevar su vida de pobres, sino también el único o gran parte del sustento del hogar. Serán más pobres y tendrán menos oportunidades aun. Los mismos niños que si hubieran nacido en otra clase social su mamá habría conseguido el lugar indicado, y después de unas horas habría estado otra vez en casa.
Con cada muerte de una mujer pobre se abre un círculo de injusticia social que impacta en todos los que la rodeaban. Al mismo tiempo que por cada aborto en una clínica privada hay una mujer que ejerce control sobre su vida y sigue adelante con sus deseos, sus proyectos. Una ley de aborto igualitario vendría a morigerar las desigualdades que surgen de los embarazos no deseados entre las mujeres/niñas/adolescentes pobres, y el resto.
Cabe recordar a quienes están contra la legalidad del aborto por razones morales y de la protección “de la vida desde la concepción”, que esa “vida” se pierde igual sea el aborto legal o no. Es decir, no se “salva” ninguna vida prohibiendo el aborto. Ni de fetos o embriones, ni de mujeres.
La otra opción, la de la ilegalidad y el intento del Estado de hacer cumplir a esta ley que criminaliza el aborto, implica la persecución policial y legal de las mujeres que aborten. En este caso, dicha persecución requeriría de recursos del Estado (que podrían invertirse en educación en salud reproductiva, previniendo así embarazos no deseados, y por lo tanto abortos, por ejemplo).
Si la prosecución legal antiabortista fuera ineficiente, lo que a esta altura es bastante obvio, estaríamos como ahora: el Estado no logra evitar aborto alguno, las muertes de mujeres pobres continúan, y las mujeres de otras clases sociales abortan en forma segura.
Si el Estado fuera eficiente en su combate contra el aborto, en cambio, ¿cuál sería el efecto? Acumularíamos mujeres pobres embarazadas en las cárceles, de la misma manera que ahora amontonamos jóvenes pobres por consumo de drogas. ¿O alguien se imagina que irían presas las hijas de las mujeres bien o los médicos que practican abortos en clínicas privadas?
La ilegalidad del aborto solo puede causar daño. Y solo a las familias pobres. Es, ante todo, tremendamente injusta y con cada día que pasa acrecenta la desigualdad social. Una ley de despenalización del aborto sería entonces una ley de aborto igualitario: un paso necesario para igualar los derechos de los que tienen menos recursos con los de los sectores privilegiados. Un aborto igualitario, o el aborto como otro privilegio.