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A vida o muerte

Egipto, el país más poblado y más influyente del mundo árabe, acabará siendo más como Turquía, o como Afganistán? ¿Será un país tolerante y abierto al mundo, como desearían los demócratas que se lanzaron a la plaza Central de El Cairo el año pasado contra la dictadura de Hosni Mubarak, o dará marcha atrás hacia un oscurantismo beligerante y medieval?

Esto es lo que se preguntan tanto los propios egipcios, y los árabes en general, como todos aquellos —empezando por los israelíes, seguidos por los estadounidenses y los europeos— que se preocupan por el destino de la región más volátil del mundo. Pero no hay nadie que espere respuestas a estas preguntas con más ansiedad, o que esté más angustiosamente atento al porvenir político de Egipto, que los llamados coptos, el 10% de la población del país que profesa la religión cristiana.

El proceso electoral en marcha esta semana les dará a los coptos, como a todo el mundo, algunas pistas, pero el panorama egipcio no se empezará a vislumbrar con claridad hasta que se dé el próximo gran paso y comience, en la segunda mitad del año, el debate sobre una nueva Constitución. La clave estará en el grado de protección que se extienda a todas las religiones. Y después, en el caso de que se acabe enmarcando el derecho de cada individuo a ejercer su fe libremente, se tendrá que ver hasta qué punto los gobernantes aplicarán la ley o si, como muchos coptos temen, harán la vista gorda a aquellos sectores del islamismo radical que busquen subvertirla por la intimidación o la fuerza.

Existen precedentes para que los coptos esperen lo peor. No hay nada abstracto para ellos en la disyuntiva entre la opción turca o la opción afgana. Una significa la vida; la otra, la muerte. Literalmente, como se vio en octubre del año pasado cuando los soldados mataron a 24 manifestantes cristianos en el centro de El Cairo, o seis meses antes (en plena euforia, se suponía, de la primavera árabe), cuando 15.000 islamistas atacaron el barrio cairota de Mokattam, un enclave cristiano, dejando un saldo de 13 cadáveres y 200 heridos.

Uno entra en Mokattam y desea que tenga razón el Dios al que rezan los locales, que sea verdad que los humildes heredarán la tierra, y que les toque una parcela mejor que la que tienen ahora, tres kilómetros al este del Nilo, demasiado lejos para que el agua del gran río deje una de sus pinceladas verdes en el desierto. No puede haber barrio más escuálido en El Cairo. Mokattam es el gran vertedero de basura de la ciudad, con la peculiaridad de que aquí viven unas 70.000 personas. Los edificios de seis o siete pisos en los que los habitantes humanos y animales residen surgen de un océano de residuos llegados de todos los puntos de la ciudad. Niños y mayores conviven, dentro y fuera de las casas, con cabras, ovejas, vacas, moscas y más moscas y algún que otro cerdo. Uno abre un portal, entra y ve en la semioscuridad a niños descalzos bajando las escaleras, abriéndose paso entre cabras, comiendo restos podridos de lo que una vez fue comida humana. Uno sube a una azotea y descubre, al otear el rancio horizonte, que aquí arriba, en los tejados, es donde vive el mayor número de cabras en Mokattam, e incluso —increíblemente—, el mayor número de vacas.

Todos, humanos y animales y moscas, tienen su función en la industria de la que se nutre el barrio. A primera hora de la mañana, los hombres se dispersan por la gran ciudad en camiones o en carros con burros para recoger la basura del día anterior; la traen a Mokattam, donde las mujeres y los niños se encargan de separar los residuos orgánicos del papel, el plástico o el aluminio para que después un grupo de hombres especializados en el uso de ácidos y de máquinas primitivas de metal reciclen lo reciclable y lo vendan.

Pero lo que más llama la atención, lo que más choca, más incluso que la natural espontaneidad con la que las amas de casa vierten cubos de basura desde sus ventanas a la calle, es la iconografía cristiana que asalta los ojos en cada fachada, en cada rincón del barrio, dentro de las tiendas polvorientas o en los muros de los bares donde señores mayores vestidos con túnicas largas fuman y toman té. Choca, porque el ambiente y el aspecto de Mokattam y de sus habitantes son igual de árabes que en el resto de la ciudad (salvo el importante detalle de que las mujeres jóvenes no llevan velo), y choca también porque mientras que en un país hispano uno asocia imágenes coloridas, chillonas, de la Virgen María o del Sagrado Corazón de Jesús o de la última cena con la tradición y el conservadurismo, aquí son símbolos de resistencia y progresismo. En la parte alta del barrio, la parte limpia a la que los desechos no llegan, está la catedral —un anfiteatro empinado dentro de una gigantesca caverna—, y labradas en la piedra arenisca de la única colina de El Cairo, imágenes de santos y también, dando la bienvenida a los fieles, un enorme Cristo crucificado; símbolos todos de piedad religiosa, pero también de desafío al establishment musulmán, que siempre les ha discriminado, desde tiempos del Profeta. Todos los coptos del barrio tienen una cruz tatuada en la muñeca, y cuando van a la catedral a tomar la comunión, lo hacen con un ojo puesto en el más allá, y el otro, con un aire rebelde, en el mundo político terrenal.

La ironía es que ellos tienen más que perder que cualquier otro sector de la población con la llegada de la democracia a Egipto. Como me dijo una mujer copta: “Nuestro gran temor es que los extremistas religiosos lleguen al poder y escriban la Constitución, y que este se convierta en un país religioso, en vez de uno abierto a todas las religiones. O sea, que se prohíba la construcción de iglesias y que cierren o quemen las que ya están, que las mujeres tengamos que cubrirnos el pelo y las caras, que nos detenga la policía y que, poco a poco, esto se vaya convirtiendo en Afganistán”. Los mismos temores los expresaron otras personas coptas con las que hablé, una de las cuales me dijo que también temían la posibilidad de que todos los niños se vean obligados a someterse a una educación islámica. Un detalle revelador: ante la incertidumbre general, muchos coptos con recursos están solicitando visados en embajadas de países occidentales, preparándose para la posibilidad de no tener más remedio que emigrar.

Para los cristianos de Mokattam no existe la posibilidad de emigrar. Pase lo que pase, permanecerán, vulnerables, en primera línea. Si Egipto va bien, si se impone la democracia y el respeto al prójimo, a ellos les irá bien. O, al menos, podrán seguir haciendo sus vidas, trabajando, yendo a misa, exponiendo sus caras y su pelo en público, luciendo la cruz, exhibiendo en sus muros imágenes de la Virgen María y los santos. Si Egipto va mal, si se impone un modelo de gobierno más cercano al talibán que al turco, a ellos les irá mal. No hay nada claro, salvo esto: que durante los tiempos inciertos, emocionantes y posiblemente angustiosos que le tocará vivir a Egipto en los próximos años, el estado de ánimo de la minoría cristiana ofrecerá el barómetro más fiel de la temperatura política del país.

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