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A los defensores de la familia

Vista la manifestación pro familia, visto quien la convoca y oído lo dicho me gustaría que los defensores de tal institución leyeran lo siguiente, a modo de opinión discordante provocadora de reflexión.

Son muchos los aspectos del suceso que me llaman la atención: parece que la jerarquía católica no distingue aún entre fieles y ciudadanos, que sus consignas deben sonar a gloria a los primeros pero que las leyes deben incluir también a los paganos, a los herejes o a los que rezan a otro dios o a ninguno; parece –digo- que no es coherente alzar la voz aquí y ahora contra lo mismo que ocurre en otros países o en este mismo durante otra legislatura (divorcio, aborto regulado, acceso libre a los anticonceptivos, educación en valores democráticos…) cuando se calla allí ahora o aquí antes. Y desde luego que no son temas menores el mal ejemplo –célibes convencidos arengando por lo contrario-, las lecciones de democracia –mírense hacia dentro de la Iglesia misma y a su historia reciente-, o bien el seguidismo preocupante del primer partido de la oposición.
         Pero puesto que todo lo anterior es materia de debate y confrontación diaria, centrémonos en las ideas y argumentos que se supone que conformaban el núcleo del afán por la pancarta y los altavoces: la familia.
         Adelantando la conclusión: creo que la posición manifestada por los obispos supone uno de los ataques más duros que ha recibido la institución familiar en nuestros tiempos. ¿¡Cómo!? Sigan leyendo por ventura.
Resulta que propongo como ataques a la familia las posiciones que paso a enumerar.
El rechazo del divorcio. Porque impedir la separación de dos personas cuya convivencia se ha deteriorado convierte dichos hogares en refugios de la tristeza y la desilusión, condena a numerosas familias a una realidad decadente y a veces violenta que hace que aquéllos que la sufren recuerden o vivan la reunión familiar como una situación indeseable. Es además coartada de cónyuges posesivos y autoritarios que conciben al resto de su familia como propiedad privada…de derechos. Por si fuera poco, se impide así la creación de una nueva familia con las posibilidades intactas de vivir felizmente.
         También contribuye a lo mismo la prohibición de relaciones prematrimoniales. Y es que llama la atención el alto porcentaje de divorcios en los primeros años de matrimonio. Es lo lógico: dos personas sólo deberían comprometerse seriamente una vez que se conocen, y sin convivencia –incluyendo la más íntima- no hay conocimiento mutuo que valga. La castidad hasta la noche de la boda y la ignorancia de cómo se desenvuelve la pareja en la rutina de la escoba, la cocina y el sofá hacen que los matrimonios católicos se conviertan en auténticas loterías pues en vez de experiencias sólo se cuenta con la imaginación propia del lego.
         Mención especial merece la condena del uso de anticonceptivos. Una familia debe ser capaz de planificar el número de hijos en base al tiempo, a los recursos y a los proyectos de vida personal. Sin anticonceptivos nos veríamos abocados al drama de una descendencia desatendida y unos padres desbordados e incluso frustrados. Además de la amputación de una vida sexual satisfactoria, tema que dejaré para el final.
         Otra cuestión que margina a ilusionados aspirantes a creadores de unidad familiar es la repulsa de los matrimonios de un mismo sexo. Además de la exhibición de crueldad que supone seguir estigmatizando la homosexualidad se pierde la oportunidad de dejar que las parejas de un mismo sexo gocen del bien que se dice defender: el hogar familiar.
         Y para cerrar esta incompleta y telegráfica enumeración de ataques a aquello que se dice defender: la renuncia al gozo del erotismo. La doctrina católica, al rechazar el erotismo como disfrute legítimo de la pareja, corroe uno de los lazos más fuertes que se pueden establecer entre las parejas de enamorados, dejando la unión como mero mecanismo reproductor de la especie y administrador de los bienes –o deudas- comunes. El cristo presidiendo el dormitorio es el símbolo de una mirada inquisitorial que ha pretendido –y en el pasado conseguido- introducirse en el lugar destinado al descanso de la pareja, pero también destinado a la mayoría de las caricias, arrumacos, juegos y picardías si las hubiera, que hacen de la unión conyugal una de las razones más hermosas que nos ofrece la vida para ser vivida…

En fin, señores defensores de no se sabe qué ataques, si así lo creen, manifiéstense como lo hacen, pero no olviden que la inmensa mayoría de los españoles no seguimos sus dictados atávicos, y si no nos manifestamos con tanta facilidad es, posiblemente, porque los domingos por la mañana acurrucados en las sábanas, tenemos otras cosas que hacer, y salimos a la calle con otro ánimo. A la vista está.

Francisco Sempere, profesor de filosofía y miembro del foro ciudadano.

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