Las fotos de Pilar Aymerich (Barcelona, 1943) forman parte de la historia del movimiento feminista. Especialmente, de Catalunya. A ella la fotografía le ha «permitido no hacer una vida normal» y, a nosotras, nos ha regalado la posibilidad de echar la vista atrás y enorgullecernos profundamente del trabajo que hicieron otras. Entre sus fotos más icónicas encontramos las que hizo en la prisión de mujeres de la Trinitat Vella, en Barcelona, cuando las presas tomaron el control de la cárcel mientras llegaban las nuevas funcionarias.
Resulta que las mujeres de Cruzadas Evangélicas, un instituto secular vinculado también al Patronato de Protección a la Mujer, tuvieron que abandonar la dirección del centro tras las movilizaciones del movimiento feminista de la ciudad. Las condiciones de vida de las mujeres presas eran deleznables. En El País aseguraban que ellas habían «decidido rescindir el contrato», pero desde Instituciones Penitenciarias afirmaron que habían solicitado su cese «por desobediencia». No parecían estar dispuestas a acabar con «la segregación existente entre detenidas políticas y comunes», distinción especialmente habitual entonces. En cualquier caso, la presión de la calle aceleró la llegada de funcionarias. Ciao, Cruzadas.
Una manifestación, en 1976, fue el detonante de largas movilizaciones. Exigían que las Cruzadas salieran de la cárcel, pero, además, la despenalización del aborto y del adulterio o, entre otras cosas, la derogación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Las feministas del Estado español, entonces, clamaban por la «amnistía de la mujer». Todo, claro, ante la atenta cámara de Pilar Aymerich.
César Lorenzo Rubio, Doctor en Història per la Universitat de Barcelona, asegura, en el artículo La presó de dones de la Trinitat (1963-1983), que la prisión, inaugurada en 1963, «fue el escenario de la represión penitenciaria contra las mujeres» durante los últimos 15 años del franquismo»; «un calvario de adoctrinamiento moral y castigo». Habla de represión psicológica, de humillaciones, de castigos de todo tipo. El centro estuvo dirigido por María Luisa de Lequerica y el Instituto Secular, entonces, estaba en manos de Genoveva Hernández, que estuvo en el cargo 48 años. Las pésimas condiciones de las presas encontraron eco en la prensa de la Transición y aquello, claro, no les gustó nada a las Cruzadas. En un comunicado que enviaron denunciaban una «ola de desprestigio», amenazas y calumnias, que hacían «inútil» su misión en la cárcel. En un reportaje de Sandra Vicente para Público, una de las presas cuenta que no les dejaban hablar catalán: «Una vez vino mi abuela y cuando nos dijeron que estaba prohibido el catalán nos pusimos a llorar, porque mi abuela casi no sabía hablar castellano y porque era un castigo, para nosotras y para nuestras familias. Una humillación». En el mismo texto afirma que se suspendió a un médico porque se negaba a atender a las trabajadoras sexuales.
En los reportajes y artículos que se publicaron entonces se vinculaba a la directora, María Luisa de Lequerica, con Pilar López de Careaga, la única alcaldesa que ha tenido Bilbao. Bien de mala y bien de franquista: «Nos han adjudicado parentescos con personajes políticos que no existen», decían. Aunque, probablemente, lo que más les molestaba es que las llamaban «monjas»: «Y no lo somos, sino laicas comprometidas». Denunciaban que se habían publicado imágenes de mujeres con hábitos que ellas jamás se habían puesto. «Nos han tachado de ultra fascistas, y nadie podrá probar que nos hemos metido en política». Bueno.
En Un río desbordado. Vida y obra de D. Doroteo Hernández Vera, de Miguel de Santiago, cuentan una anécdota. Al fundador de las Cruzadas Evangélicas, al ser detenido durante los primeros meses de la guerra, le preguntaron quién quería que ganara. Él aseguró que apostaba por España. Por la España, claro, que no había sido elegida democráticamente en las urnas: «¿Cómo voy a querer que ganen ustedes, si no van a dejar una iglesia en pie ni un sacerdote vivo?». Estuvo preso hasta que la ciudad fue «liberada». Entonces, creó «su obra» que nacía con la intención de hacer apostolado en las cárceles y él fue nombrado capellán de prisiones. Un reducido número de mujeres, vinculadas muchas de ellas a la organización Acción Católica, fueron las primeras en participar de la causa. A partir de los años cuarenta, además, abrieron algunas escuelas. «El padre», como se refieren a él, solía visitarlas a menudo.
En la biografía de «el padre» cuentan que las criaturas de las escuelas solían echar a correr al verle llegar: «Y corren para ver quién llega primero para saludarle y besarle la mano y meterse debajo de su manteo». En el Instituto, que ahora desarrolla sus fines en el Estado español, en Bolivia, Perú, República Democrática del Congo y Zambia, se consagraban «especialmente a la rehabilitación de la mujer en las condiciones más humillantes». Primero fueron llamadas para acompañar a las «que iban a ser ejecutadas, y después a otras, y más tarde a otras». Hasta que, por fin, otras distintas, muy distintas a ellas, consiguieron sacarlas de la cárcel. De algunos otros sitios costó sacarlas más. En el reformatorio de San Fernando de Henares, por ejemplo, estuvieron hasta 1983. De ahí tuvieron que marcharse cuando, tratando de huir, murió la pequeña Inmaculada Valderrama.
No han pedido perdón todavía.