La pregunta fue planteada por el bioquímico y divulgador científico Juan Antonio Aguilera Mochón en el desarrollo de su conferencia titulada «La ciencia frente a las creencias religiosas» celebrada hace unos días como parte del ciclo «Conocimiento, racionalidad y laicismo» organizado por el seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada y Granada Laica. El mismo conferenciante era consciente de que preguntar si la ciencia es atea implica, a primera vista, incurrir en un error categorial, aunque no lo identificara explícitamente como tal. Porque, en efecto, uno de los modos de incurrir en tal error consiste en usar un concepto fuera de su campo de aplicación, traspasando así las fronteras del sentido. En el caso del adjetivo «ateo», si miramos su definición en el DRAE, quiere decir -en su primera acepción- «que niega la existencia de cualquier dios», y se nos indica que es sólo de aplicación a personas. Seguramente por ello el profesor Aguilera mostró datos estadísticos sobre el porcentaje de creyentes existentes dentro del gremio de los científicos, según los cuales la mayoría de los científicos «eminentes» no son creyentes, mientras que sí lo son la mayoría de los demás. Dato que puede ser interesante desde el punto de vista sociológico, un sugerente hecho desde el punto de vista de la psicología, pero irrelevante en términos epistemológicos, siendo en este último aspecto donde radica el interés de la cuestión de si la ciencia es atea, según entiendo yo. Que las señoras y señores científicos puedan ver –pongamos por caso– a Dios en aquello que contemplan a través del microscopio o del telescopio carece de importancia. Lo que importa es si es compatible con la forma de conocimiento instituida culturalmente a lo largo de la historia y que hemos dado en llamar ciencia. A este respecto hay que considerar la segunda acepción del adjetivo «atea» recogida en el DRAE, a saber: «que implica o conlleva ateísmo. Un racionalismo ateo». Por todo lo cual propongo que la pregunta «¿es atea la ciencia?» quedaría enunciada de forma más precisa tal que así: ¿implica el ejercicio de la ciencia, esa forma de conocimiento institucionalizada, un racionalismo ateo?
Y ahora pensemos una respuesta.
Mas para mostrar ahora que la naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán falta muchas palabras (…) Sin embargo, añadiré aún que esta doctrina acerca del fin trastorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que en realidad es causa, y viceversa.
No es de extrañar que Spinoza fuese el filósofo preferido de Albert Einstein, y que la famosa sentencia de éste asegurando que Dios no juega a los dados en su célebre polémica con Niels Bohr a cuenta de las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica no quebrante en absoluto el principio del racionalismo ateo.