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Argentina: Iglesia y Estado, una relación compleja

Tanto el debate sobre el aborto legal como sobre el financiamiento a la Iglesia Católica revelan un proyecto de laicidad incompleto en la historia del país.

Una diputada nacional, a horas de oponerse a la legalización del aborto, comparte su imagen rezando en una capilla con la frase: “No necesito hablar”. Mientras, diversos legisladores denuncian presiones de sectores religiosos para que rechacen la iniciativa.

Semanas antes, el presidente Mauricio Macri era cuestionado por sus particulares modos de persignarse durante el Tedeum. El exsecretario de Comercio Guillermo Moreno lo descalificaba usando conceptos como “oligarca” y “ateo”, a la vez que afirmaba: “Voy a misa todos los domingos”.

Estos acontecimientos, por citar los más recientes, evidencian que el espacio político argentino está atravesado por elementos y actores religiosos. Esta presencia, por momentos percibida como idiosincrática, colisiona con la idea de Argentina como un Estado laico.

El lanzamiento en redes sociales de una campaña por la separación entre Estado e Iglesia, que canaliza voluntades y demandas con una larga historia en el país, busca encauzar esta discusión. A la par, dos proyectos de ley de legisladores radicales proponen debatir el financiamiento estatal de instituciones religiosas, en particular de la Iglesia Católica.

Tras estos debates parece resurgir la idea de que habitamos un proyecto incompleto de laicidad. Las promesas de separación entre Estado e Iglesia que vislumbraron las tradiciones liberales y socialistas de fines del siglo 19 y principios del siglo 20, con la ley de educación común de 1884 y la ley de matrimonio civil de 1888 como hitos principales, no terminaron de efectivizarse. Recordemos que hace sólo unos meses la Corte Suprema de Justicia falló sobre la inconstitucionalidad de la educación religiosa en las escuelas públicas de Salta.

La idea de un proceso incompleto de laicidad rivaliza con la percepción de ciertos sectores integralistas de que la religión, especialmente la católica, se encuentra jaqueada en su rol histórico por velar por los destinos de la Nación. Pero la realidad es más compleja.

¿Un país laico?

Considerando la laicidad como un proceso que describe cómo se gestionan las relaciones entre instituciones estatales y organizaciones religiosas, aún se debate respecto a cómo caracterizar la situación argentina. Es posible partir de un punto de consenso: la Constitución Nacional no establece un Estado confesional, es decir, Argentina no tiene religión oficial.

Este hecho presenta sus particularidades normativas e históricas, ya que la Iglesia Católica goza de un estatuto privilegiado. La Constitución Nacional señala en su artículo 2 que el Estado “sostiene” el culto católico, lo cual ha sido objeto de diversas interpretaciones, aunque ha prevalecido la concepción del “sostenimiento económico”, regulado por decretos-ley de la dictadura de Onganía aún vigentes.

Pero también la Constitución consagra y garantiza la libertad de culto y, por ende, de no profesar ningún culto. A su vez, a partir de la Reforma Constitucional de 1994 dejó de exigirse al Estado que promoviera la “evangelización” de los pueblos originarios y que los candidatos a presidente fueran católicos. La reciente reforma del Código Civil, por otra parte, no introdujo cambios sustantivos en la consideración de la Iglesia Católica como persona jurídica pública, equiparándola a organismos estatales y representaciones extranjeras, y diferenciándola de las casi 2.500 iglesias, confesiones, comunidades o entidades religiosas que deben inscribirse en el Registro Nacional de Cultos.

No obstante, caracterizar el proceso de laicidad no implica sólo una cuestión jurídica. El sociólogo Juan Cruz Esquivel ha propuesto también otras dos dimensiones: las políticas públicas y la cultura política. A partir de un check list de diversos indicadores (como la participación de religiosos en políticas sanitarias, educativas o de lucha contra la pobreza, la presencia de símbolos religiosos en organismos estatales o en actos oficiales, entre muchos otros), Esquivel concluye que el modelo argentino es de una laicidad de subsidiariedad.

¿Qué implica este tipo de laicidad? Básicamente que el Estado sigue considerando a la Iglesia Católica como principal interlocutor e intermediario en algunas decisiones públicas.

Esta lógica coexiste con otras decisiones donde se evidencia mayor autonomía estatal y con procesos de democratización y secularización social, que habilitan ciertos reconocimientos de experiencias plurales de nuestra sociedad.

En la dimensión de cultura política, la laicidad argentina supone al menos dos situaciones. Por un lado, como señalara el sociólogo Fortunato Mallimaci, existen transferencias cruzadas de legitimidades entre clase política e instituciones religiosas. De “mi amigo, el obispo” hemos pasado a “mi amigo, el Papa”, a las ansiadas fotografías de políticos y funcionarios con el papa Francisco.

Por otro lado, diversos estudios poblacionales han señalado que la mayoría de las personas le reconocen un papel significativo a la Iglesia Católica y otras instituciones religiosas en la lucha contra la pobreza y la exclusión social. Sin embargo, una creciente mayoría rechaza que estas organizaciones asuman un rol activo en torno a otras temáticas, como la regulación de la vida familiar o la salud sexual y reproductiva. En parte por esto, la repercusión de las movilizaciones sobre la legalización del aborto, como aconteció con el matrimonio igualitario, constituyen oportunidades políticas para visibilizar las demandas de separación Estado – Iglesia.

¿Qué laicidad para qué sociedad?

La sociedad argentina se ha diversificado en lo que respecta a sus experiencias religiosas. Cada vez más, conviven en nuestras comunidades personas creyentes, que muchas veces combinan creencias y prácticas de diversas tradiciones, con personas no creyentes o indiferentes. Las personas creyentes también suelen disputar la autoridad de los “expertos” religiosos, desde la autonomía de sus vivencias religiosas y espirituales.

La sociedad es más plural, o al menos, reconoce como rasgo positivo su diversidad. Una sociedad diversa, entonces, exige cada vez más el reconocimiento de esa pluralidad y decisiones políticas que la amparen. Lo que está en discusión es, en definitiva, en qué medida el modelo de laicidad que pudimos conseguir continúa garantizando la experiencia común de una sociedad más diversa.

A la hora de pensar la separación efectiva entre Estado e Iglesia, no existen recetas universalizables.

Como ideal, la laicidad supone un Estado neutral en materia religiosa, aunque los análisis de sociedades con una laicidad fuerte, como Francia o Uruguay, evidencian que esta neutralidad estatal no siempre es fácil de conseguir.

Tampoco el camino de la secularización de las sociedades supone una ecuación de suma cero. Como advierte el sociólogo cordobés Juan Marco Vaggione, los discursos religiosos pueden secularizarse estratégicamente, por ejemplo, en las frecuentes referencias a la ciencia o a los derechos de una oposición religiosa a la legalización del aborto. A su vez, organizaciones que recuperan elementos religiosos de identificación pueden promover el reconocimiento de la diversidad e, incluso, la separación Estado-Iglesia.

En este sentido, las demandas de Estado laico se articulan con procesos sociales más amplios, que no se reducen sólo a una dimensión de normatividad jurídica. La presencia de la religión en ciertas decisiones públicas y en la cultura política vernácula es también dimensión clave para repensar. Renegociar los ámbitos en que religión, Estado y sociedad civil participan y se reconocen mutuamente es siempre un proceso dinámico, donde se evidencian diversas intensidades, umbrales y vaivenes, incluso en cada provincia y ciudad, a la luz de las oportunidades políticas y las realidades sociales de cada contexto.

Hugo Rabbia  * Investigador asistente de Conicet

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