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25 años de discriminación y proselitismo con la enseñanza de la religión en las escuelas de Chile

Chile vive desde hace un tiempo una serie de debates respecto al tema de la religión inserta en la educación. En esta línea se debe aclarar que, en realidad, cuando se habla de la asignatura de religión se está hablando de catequesis de alguno de los credos disponibles en la oferta actual, y no de historia de las religiones ni menos una mirada imparcial respecto a ellas, sino catecismo propiamente tal. El debate o comentarios al respecto se ha dado en diversos medios, el nuestro incluido, desde hace bastante tiempo. En El Capital, por ejemplo, el académico de la UAI Cristóbal Bellolio, escribió la segunda semana de abril una columna que se llama “Más religión, menos catequesis”, donde expone su punto de vista bajo el prisma académico que le caracteriza. Por otra parte, a fines de marzo, representantes del movimiento multiorganizacional Educación Laica concurrieron hasta el CNED para entregar su argumentación propicia a eliminar la asignatura de religión de la educación pública, en conformidad al respeto al Estado laico. A inicios de abril una madre, Marta Fernández, fue obligada por el colegio “La Abadía” a una entrevista psicológica cuando quiso hacer valer el derecho de sus hijos a ser eximidos de la clase de religión, como estipula la ley, con la discriminación evidente que eso implica. Sin embargo, tras su denuncia en RR.SS. se le acercaron varios medios, y el colegio, a sabiendas que incumplía la ley, corrigió su actuar y permitió a los adolescentes ausentarse de la clase de religión, acorde a la decisión de su progenitora. Columnas, artículos y casos como éstos surgen una y otra vez dentro del territorio nacional.

¿Dónde se origina el problema? La respuesta es inequívoca, y apunta a un decreto de los años 80. El tristemente célebre decreto 924, firmado por un subsecretario de Educación, capitán de corbeta (tal como se lee), establecido el 12 de septiembre de 1983, durante el nefasto período no democrático en Chile, consta de 14 artículos y un considerando bastante particular, que se resume en los siguientes puntos.

—Los planes de estudio de los diferentes cursos de educación pre-básica, general básica y de educación media, incluirán, en cada curso, 2 clases semanales de religión.

—Las clases de religión se dictarán en el horario oficial semanal del establecimiento educacional.

—Las clases de religión deberán ofrecerse en todos los establecimientos educacionales del país, con carácter de optativas para el alumno y la familia. Los padres o apoderados deberán manifestar por escrito, en el momento de matricular a sus hijos o pupilos, si desean o no la enseñanza de religión, puntualizando si optan por un credo determinado o llanamente si no desean que su hijo o pupilo curse clases de religión.

—Los establecimientos particulares confesionales ofrecerán a sus alumnos la enseñanza de la religión a cuyo credo pertenecen, sin embargo, deberán respetar la voluntad de los padres de familia que por tener otra fe religiosa, aunque hayan elegido libremente el colegio confesional, manifiesten por escrito que no desean la enseñanza de la religión oficial del establecimiento para sus hijos.

El profesor de Religión, para ejercer como tal, deberá estar en posesión de un certificado de idoneidad otorgado por la autoridad religiosa que corresponda, cuya validez durará mientras ésta no lo revoque, y acreditar además los estudios realizados para servir dicho cargo.

El primer punto establece la obligatoriedad para todos los establecimientos educacionales a impartir religión, o al menos a tenerla disponible en sus planes educacionales. Ya este primer artículo, en mi opinión, se encuentra reñido con el deber ser de la educación, atendido al alto número de opciones particulares que se disputan el segmento de la población que se define “creyente”, que, como es obvio, no representa la realidad de la totalidad de la población, ni en Chile ni en ningún otro país. Si bien, como señala el tercer punto del resumen anterior, el decreto permite que algún alumno se exima, lo que allí se determina constituye una clara contradicción con uno de los derechos establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “El derecho a la no distinción, exclusión, restricción o preferencia por motivos de género, raza, color, origen nacional o étnico, religión, opinión política u otra, edad, o cualquier otra condición que tenga el propósito de afectar o deteriorar el goce completo de los derechos y libertades fundamentales”.

Lo peor, en mi opinión, es que como señala el decreto que motiva este artículo, sus disposiciones comprenden el período más sensible respecto a la enseñanza de habilidades socioemocionales, como la integración, la no discriminación y el sentido de pertenencia, que es la edad preescolar. No se requieren conocimientos psicopedagógicos, sino los simples recuerdos de nuestra niñez para confirmar que en el período escolar, plagado de apodos, rodeado de personajes majaderos de toda índole, y cargado de una sinceridad sin filtros característica de esa edad, se desdibujan los límites del juego en el agravio y la ofensa, hoy al menos en proceso de controlarlos tras la masificación del concepto bullying. En ese ambiente, se entrega a los padres la responsabilidad que sean ellos mismos, con la intención de impedir que la mente del infante sea moldeada por dogmas religiosos, que imponen una “verdad” que contradice el libre desarrollo del razonamiento infantil, los que deban exponer a sus hijos a que sean “excepción”, y por lo tanto discriminados, rechazados u objetos de burla y cuchicheo escolar.

El quinto punto del resumen también ha sufrido fuertes cuestionamientos. Me refiero al acápite que indica que los profesores de religión deben poseer, además de su título universitario y de competencias pertinentes a la docencia, un certificado de idoneidad, sí, tal como se lee, emitido por la cúpula del credo correspondiente a la religión que se pretende enseñar, que certifique que la persona tiene la “moral” exigida por ellos, y que puede entonces aleccionar en los temas de esa religión. Como el certificado no tiene relación alguna con valores transversales, habilidades docentes, conocimientos técnicos, sino que, en la práctica, no es más que un visto bueno a la persona, otorgada por la jerarquía eclesiástica respectiva, se abre espacio a la posibilidad de situaciones extremadamente discriminatorias, como los hechos lo indican. Sandra Pavez, exreligiosa, universitaria y con un postgrado, profesora de religión durante 25 años de un colegio, calificada con nota máxima y muy bien evaluada por colegas, alumnos y apoderados, tuvo que dejar de hacer clases de un día para otro tras la revocación del certificado de idoneidad por parte de la vicaría de San Bernardo, cuando se enteraron que la profesora tenía una pareja de su mismo sexo. El caso llegó primero a la Corte Suprema, que se vio atada de manos al respecto, y fue finalmente la alcaldesa de esa comuna quien la reintegró, dado que el colegio era municipal. El caso pasó luego a la CIDH, la que en 2016 declaró admisible una querella contra el Estado chileno, obligándolo a pronunciarse al respecto.

Judith González, profesora de Estado de Religión, narró en una revista del gremio de profesores cómo ella estuvo a punto de perder su certificado, al ser calificada por la Vicaría de la educación de su zona como activista política, señalando qué causales podían ser consideradas para perder el certificado, por ejemplo el ser divorciado o separado, tener pareja antes del matrimonio o amar a una persona del mismo sexo, entre otros temas tan nimios a la luz de la tolerancia que demanda la sociedad actual y el respeto a la diversidad.

En pleno 2016, el sacerdote jesuita Jorge Costadoat fue removido de sus funciones como académico de teología en la Universidad Católica de Chile, debido a su aceptación y acogida a la homosexualidad (no teniendo él esa condición). Se hizo muy conocido por una de sus frases célebres “la homosexualidad es obra de Dios”, y en alguno de sus libros expone ideas cercanas a estas, donde invita a acoger a las parejas del mismo sexo.

Finalizadas las anécdotas en torno a las rarezas que origina el inicuo decreto, lo que expongo a continuación es un breve análisis de la situación del país al respecto. Cuando se firmó el decreto por parte del dictador, los datos con que se contaba eran los que había arrojado el censo de 1970, en que un 80,61% de la población se declaraba católica. En el censo del año 1982 no se realizó consulta alguna respecto a la religión, por motivos que todos podemos deducir, por lo que en 1983 (año de la firma del decreto 924) no existía información específica sobre la materia. El siguiente censo se llevó a efecto una vez recuperada la democracia, año 1992, informando que la población que se declaraba católica había bajado al 76,70%, lo que significaba una caída del 3,91% respecto a 1970. De alguna manera se aminoraba la caída de 8,51% que hubo entre el censo de 1960 y el de 1970. En el año 2002 el porcentaje registrado fue de 69,96, con una baja de 6,74%. El último censo que incluyó preguntas de adhesión religiosa fue el de 2012, donde el porcentaje de católicos baja nuevamente, aunque en un porcentaje menor, 2,59%, estacionándose en un 67,37%. Al grupo de católicos debe sumarse el porcentaje de evangélicos, que ese año alcanzó un 16,62% de los censados, superior al 15,14% obtenido 10 años antes. En esa encuesta, el número de personas que dice no identificarse con ninguna religión subió de un 8,30% a un 11,58%. En la religión católica, los porcentajes bajan 5 puntos cuando se disgrega a segmentos de edad entre 15 y 29 años, que constituyen parte importante de los “afectados” directamente por el decreto que comentamos.

Si bien no hay censos con este dato actualizado (curiosamente el censo de 2017 no incorporó esa consulta), el Centro de Políticas Públicas de la PUC en conjunto con GFK Adimark, realizaron una encuesta bicentenario en octubre del año recién pasado, donde recogieron que un 59% de los chilenos se declaró católico, un 17% evangélico y un 19% marcó “ninguna religión, ateo o agnóstico”. En otras palabras, una de cada cinco personas no pertenece a ningún credo. Eso considerando que, dado que aún existen prejuicios al respecto, hay gente creyente que lo niega para evitar la “segunda pregunta” o prevenir una potencial falta de aceptación de su posición en su entorno social. Además del grupo de los creyentes, sólo un 44% indicó que le gustaría que sus hijos compartieran su religión. A un 41% “les daba lo mismo” si la compartía o no, y un 6% dijo que no quería que la compartiese. Detalles de esa última encuesta, con sus “datos duros” puede encontrarse en el site de GFK-Adimark.

Expuesto el origen del decreto, sus pormenores, el entorno en el que se gestó y el estado actual de reconocimiento religioso en la sociedad, se hace estrictamente necesario realizar una revisión de ese decreto y en esa línea se han levantado bastantes voces al respecto; Ramón Badillo, Agustín Squella, Cristóbal Bellolio, Úrsula Eggers, Carlos Calvo, a través de numerosas publicaciones han puntualizado su opinión sobre la materia. También en nuestra en revista, varios autores han aportado argumentos, no sólo este año sino desde hace ya bastante tiempo.

En el plano internacional, el año pasado la Corte Suprema de Justicia argentina, declaró inconstitucional la norma de incluir religión como asignatura en la educación pública, pues su incorporación, además de violar el principio de Estado no confesional (tampoco es un Estado laico), favorece conductas discriminatorias hacia los niños que no forman parte de la clase, como he argumentado en este artículo. Y es lógico, pues, reiterando lo escrito, la edad escolar y características de los menores genera un caldo de cultivo para la discriminación a temprana edad. Por otra parte, si la obligación de un Estado es la de formar ciudadanos libres, que respeten a los demás en su diversidad, y que, recíprocamente, sean respetados en su individualidad inherente, no es posible la inclusión de un dogma, sea cual fuere, en el colegio, escuela, universidad o casa de estudio a la que pertenezca, pues esas instituciones constituyen un crisol donde se debe reunir la esencia del pensamiento humano, sin favoritismos por determinadas corrientes religiosas o filosóficas, permitiéndose a la fértil mente de niños y adolescentes formar su propia visión del mundo, de lo espiritual, de lo cosmogónico, del origen de sí mismo y de lo que lo rodea, y del sinfín de interrogantes que fecundizan la riqueza de la duda, motor de la investigación, del conocimiento y la sabiduría.

Esta es la invitación a la que deben acogerse también las casas de estudio. A la investigación y la exploración de la duda, por sobre el dogma. A la lectura amplia por sobre la lectura dirigida, resumida, sesgada o prefiltrada. A la búsqueda del conocimiento por sobre el adoctrinamiento. A la emancipación intelectual por sobre la esclavitud mental que solo produce prosélitos. Esa es la educación que generará ciudadanos libres y críticos, que en su vida adulta aportarán a la sociedad con un potencial mucho mayor al que la educación actual nos restringe. La visión cosmogónica, de origen religiosa, espiritual, o como se le quiera llamar, es total y absolutamente individual, y debe ser revestida con los ropajes de la más profunda y respetuosa privacidad, donde cada uno como persona pueda elegir el credo, religión, metafísica, doctrina, convicción o no creencia que abrigue su conciencia. Todo ello sin sentirse, menoscabado, discriminado ni segregado, pues es al Estado a quien le corresponde velar por la libertad de conciencia de todos y cada uno de sus habitantes.

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