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La eutanasia y el escándalo de la muerte

La religión y la ciencia se alían paradójicamente en la expectativa de la vida eterna

Las represalias penales al ejercicio de la eutanasia representan un atavismo al que finalmente va a ponerse remedio en el Parlamento. El castigo a los cómplices de un suicidio asistido es un reflujo oscurantista. Se antoja sarcástico negar la muerte voluntaria a quienes no tienen medios para administrársela, más todavía cuando los motivos que se arguyen provienen de principios religiosos y morales tan discutibles como la definición sagrada y heterómana de la vida.

La eutanasia forma parte del ámbito de conciencia y de la praxis individual. Escarmentarla con la cárcel tanto enfatiza la desmedida tutela del Estado como incita a recurrir a los países del contexto europeo o comunitario donde ya ha sido despenalizada. España va camino de incorporarse a ellos. Y hace bien la Iglesia a oponerse de acuerdo con la doctrina creacionista, pero la resistencia no puede ni debe inmiscuirse en los asuntos legislativos. Ni debería guiar la oposición de los diputados populares que se sienten en deuda con el primer regalo de Dios.

La muerte es el mayor escándalo. Lo demuestran el infantilismo y la frivolidad con que las sociedades occidentales intentan esconderla. De hecho, el debate de la eutanasia ha precipitado una insólita e implícita alianza de la religión y de la ciencia. No por coincidencias dogmáticas, sino porque la defensa de la vida ha estimulado la respectiva creatividad: de la ficción metafísica a los prodigios empíricos con que puede dilatarse noche a noche la existencia asistida.

Nos interesan muy poco nuestros ancianos. Crecen las vocaciones de los cirujanos plásticos al tiempo que disminuyen las vocaciones de los geriatras, pero a la ciencia, como a la religión, le interesa el secreto de la inmortalidad, de forma que la prolongación de la vida por todos los medios y de todas las maneras convierte la agonía del paciente en un experimento mefistofélico.

Se trata de conservar el hálito. Y de conectar al moribundo a un rosario, a un respirador o a una máquina. Un milagro científico cuyo encarnizamiento satisface incluso la idea judeocristiana de la pasión y del tormento. Es la perspectiva desquiciada de acuerdo con la cual no importa vivir mejor los últimos tiempos de nuestra vida. Importa vivir más, aunque sea una vida artificial, desdichada y aberrante. Y aun cuando el desahuciado haya expresado su última voluntad lejos del proteccionismo.

Se le despoja de ella entre el fundamentalismo religioso y el fanatismo científico. Tanto nos incomoda la muerte que aspiramos a enmascararla entre los tubos y los cables de una habitación hospitalaria. Un magnífico ensayo del oncólogo estadounidense Atul Gawande, Ser mortal, alude sin atajos al tabú de los tabúes. No hace apología de la eutanasia ni incita a castigarla. Lo que sí hace es abjurar del esfuerzo científico, presupuestario y tecnológico que se concede al moribundo en situación irremediable. Debería prevalecer, sostiene Gawande, el compromiso con una vida digna. Fomentarla hasta cuando se pueda con más recursos afectivos y paliativos. Vivir menos, pero vivir mejor. Y no convertir la UCI en una cámara siniestra donde queda terminal y terminantemente prohibido morir.

Rubén Amón

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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