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A las cosas por su nombre

La lucha por la memoria, por recuperar la historia de quienes no pudieron tener historia, también está en lo más nimio, en el lenguaje. Ya lo intuyó Orwell en su libro 1984: el poder emplea palabras y palabrotas para moldear la realidad a su antojo y cambiar el sentido de lo ocurrido.

Llamamos inmatriculación a aquel proceso jurídico mediante el cual, la iglesia española ha conseguido registrar como propios inmuebles de los que era usufructuaria, pero no dueña.

Desde 1998 hasta 2015, la institución religiosa, gracias a la Ley Hipotecaria aprobada por la administración de José María Aznar, consiguió regularizar una cifra de casas, garajes, iglesias, mezquitas e, incluso, frontones, que todavía hoy es desconocida.

La propia Conferencia Episcopal reconoce que inmatriculó entre de 30.000 y 40.000 inmuebles. Son bienes por los que no pagó peseta o euro alguno y, según confirma el Movimiento Hacia un Estado Laico (MHUEL) de Aragón, mediante un “autocertificado sin aportar ningún título de propiedad reconocido”. En muchos casos estos inmuebles pertenecían al propio Estado que una obra caritativa (sic) los regaló a los hombres de sotana y alzacuellos. En Aragón, en tan solo 17 años, 2.023 edificios fueron inmatriculados; cada semana la iglesia se hacía propietaria de más de dos edificios.

En 2015, la ley de Aznar fue derogada, y el Gobierno de Rajoy se comprometió a pedir al Colegio de Registradores de la Propiedad un recuento de todos los inmuebles inmatriculados. Desde entonces, la lucha por conseguir que el ejecutivo de información que arroje algo de luz a la gran operación inmobiliaria de la iglesia, ha sido lenta y exasperante. Asociaciones como MHUEL llevan años intentándolo.

Conocer cuántos bienes se privatizaron es el primer paso recuperarlos. En este sentido, el Ayuntamiento de Zaragoza ha iniciado procesos judiciales para reclamar la nulidad de las inmatriculaciones de edificios como la catedral de La Seo, Santa María Magdalena, San Juan de los Panetes y Santiago el Mayor.

Con todo, como diría un rapero zaragozano, aún queda el paso más importante: llamar a las cosas por su nombre.

¿Por qué no hablamos de apropiación con cara dura? ¿Por qué no hablamos de regalito de Aznar a la iglesia? ¿Por qué no hablamos de fuga de bienes públicos? ¿Por qué no hablamos del gran boom inmobiliario de la curia?

Es por culpa de la ley: la forma más veloz de convertir la realidad en algo más digerible para el poder. A lo que fue una estafa, le han llamado inmatriculación.

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