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Inversión pública de efecto pro religioso o el estado laico a la chilena

En días recientes, el Arzobispado de Puerto Montt solicitó al Municipio de la ciudad una subvención de 23 millones de pesos, con el propósito de levantar una estatua en recuerdo de la visita que Juan Pablo II realizara a la ciudad en el año 1987. Esta petición, modesta en comparación con los 6.000 millones de pesos solicitados por la Iglesia Metodista para la restauración de la Catedral Evangélica en la que ocurrió el oprobioso Te Deum del mes de septiembre pasado, se suma a la inversión, también millonaria, realizada en el Templo Votivo de Maipú para construir, en el año 2011, un mirador en su parte alta, o bien a la solicitud de 7.600 millones de pesos para la restauración de la Iglesia de San Francisco en la ciudad de Valparaíso, entre muchas otras.

Al amparo (o bajo la excusa) de las políticas de protección patrimonial, el Estado ha concurrido con ingentes recursos para restaurar templos, y, a la vez, las iglesias han levantado solicitudes de financiamiento público para la mantención de sus inmuebles. La bidireccionalidad es evidente y pone de manifiesto la normalización de la relación de apoyo financiero desde el Estado hacia las Iglesias, por lo que ya no resulta insólito que el Estado asuma responsabilidad en áreas que sólo debieran ser competencias de aquellas.

Esto, que no debiera ocurrir en un Estado laico verdadero y cabal, sucede en nuestro país con inusitada frecuencia, favorecido por un contexto de normalización de la inversión pública en inmuebles religiosos que, por lo demás, tienen como objetivo ocupar el espacio público a través de la presencia naturalizada de templos y símbolos religiosos con fines evangelizadores.

La discusión, entonces, no tiene que ver solo con la necesidad de preservar los recursos públicos en los ámbitos de competencia del Estado, sino que, principalmente, debe ser entendida en relación con el impacto simbólico-religioso que provoca la inversión pública en favor de los credos religiosos y, consecuentemente, de su dogmática. Respecto de esto, es útil y muy gráfico, en términos de ejemplo, volver a la solicitud de financiamiento del Arzobispado de Puerto Montt para levantar una estatua en recuerdo de Juan Pablo II. En el contexto de la normalización del financiamiento público para las iglesias, el Arzobispado va más allá de sus templos y proyecta intervenir la ciudad con una figura simbólica, de indiscutido significado religioso. Luego, los fines evangelizadores, que debieran ser de exclusiva responsabilidad de los credos religiosos, terminan siendo compartidos con el Estado en sus distintos niveles, sin que éste lo reconozca ni asuma.

Así, el debate por el financiamiento público a entidades religiosas no debería reducirse solo a la reserva de los dineros públicos para los ámbitos que son exclusivos de la acción del Estado, por fundamental que esto sea. Por ejemplo, la objeción a la contratación de profesores de religión importa, más que desde el presupuesto fiscal, por el acto de crear, mantener y promover espacios y ambientes pro religiosos en las escuelas públicas, que naturalizan y normalizan la religión en niños y niñas, desde temprana edad y de forma continua durante los doce años de escolaridad. De igual manera, la objeción al uso de recursos públicos en la mantención y restauración de templos importa por el impacto de la simbología religiosa en la ciudad, en espacios públicos que son de todos los ciudadanos, incluyendo a los que profesan una religión distinta, o que sin tener ninguna preferirían ver allí símbolos de paz y tolerancia entre los seres humanos.

En síntesis, la destinación de recursos del presupuesto fiscal para acciones de apoyo a las religiones, no solo importa porque trasgrede el límite entre el dominio de la acción del Estado del que es propio de los credos religiosos, sino también porque refuerza la acción evangelizadora y dogmática de las iglesias.

La imagen de la Cruz del Milenio y la del Centro Mohammed VI para el Diálogo de las Civilizaciones, ubicadas ambas en la ciudad de Coquimbo, fueron construidas con recursos de las propias confesiones religiosas, lo que deja de manifiesto la importancia de la dimensión evangelizadora y de intervención simbólica, desde la monumentalidad de los templos religiosos. Si bien puede ser un prejuicio del autor de esta columna, no resulta casual que con posterioridad a la construcción de una obra tan imponente como la Cruz del Milenio se haya construido una Mezquita con una envergadura similar a la primera y que, como se podría pensar, procura contrapesar la influencia de la primera sobre la segunda, en el espacio público y fundamentalmente en el imaginario colectivo.

En consecuencia, si se hace habitual la inversión del Estado en la monumentalidad religiosa, estaríamos claramente subvencionando la función proselitista de las distintas confesiones. Un principio de igualdad básico establecería un conflicto de inmediato: ¿subvencionar a todas? Si no hay recursos para todas ¿a cuáles?

Es más simple seguir el principio básico de separación de las iglesias del Estado. No al uso de recursos públicos en la función evangelizadora de las iglesias.

Álvaro Brignardello Valdivia

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.
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